miércoles, 11 de julio de 2012

GUERRA DE MUJER

Aquí os dejo un relato, que ya escribí hace tiempo, y que hoy me he decidido a publicar.
Una mañana, un día, quién sabe cuándo, estalla un conflicto por una simple diferencia de raza, religión o, simplemente, forma de pensar. Todos los hombres quedaron encasillados en un bando, contrario a otro, a otros que se habían formado.
Nuestra protagonista vive en una pequeña población, en la ladera de las grandes montañas del país, en un lugar que en su día se perfilaba como ejemplo de convivencia y tolerancia, una zona paradisíaca, que en aquel fresco verano lucía un verde brillante que hacía más contagiosa la sensación de paz y bienestar. Pero todo esto desapareció cuando se dinamitó la guerra fratricida; aquel día, la tolerancia, la convivencia se olvidó, y todos fueron a degüello; las persecuciones, las huídas se convirtieron en el pan nuestro de cada día.
Cuando unos llegaban a impartir su pretendida justicia, aniquilando enemigos reales o potenciales, los otros huían a las montañas, para evitarla. Esto produjo que todo el ambiente entrase, de forma rápida, en una espiral de inusitada violencia, y el marido, al igual que todos los hombres, tuvo que huir, alistarse con un bando, nunca se sabrá si más o menos perdedor, porque en estas guerras nadie gana.
Nunca más volvió, ni vivo ni muerto, y cuando ve a alguno de sus compañeros, pregunta por él, pero nadie sabe o quiere decir nada.
Su hijo marchó en busca de él, una mañana temprano, cuando el sol empezaba a bañar el valle, y tan sólo tardó en regresar una semana, aunque lo hizo eternamente dormido, en una caja de madera; durante una noche entera su madre, y su joven esposa, le velaron desconsoladas; el entierro, algo habitual en aquellos lares, fue rápido y sencillo, entre el incesante ruido de pesadas bombas que se oían por doquier. 
Con todo este panorama, la vida se presenta de forma difícil, sin una salida que se entienda lógica, con la carga de los recuerdos pesando sobre la existencia, con una memoria que siempre tendrá presente lo acaecido.
Esta mujer recoge agua del pequeño pozo que tiene en su casa y en sus manos, que transportan el cubo, están escritos los años vividos, los esfuerzos desarrollados. Sus cabellos, como una perfecta sucesión, también reflejan el tránsito de la vida. Su piel, arrugada, es el reflejo de toda su vida, de su penar, de su existencia.
Su vida se ha convertido en una sucesión de pérdidas, de penas, de memorias. Cuando el sonido de las bombas martillea el horizonte, cuando el humo viste el cielo con su traje gris oscuro, cuando el sonido de las aves de acero que surcan el espacio rompen los oídos, su corazón palpita con inusitada fuerza, se quiere salir de su caja, las penas lo horadan, y algunas lágrimas pelean por salirse hacia el exterior por sus resecos ojos, de un azul cielo que en su día albergaron belleza y alegría.
Esos ojos azules, que ha heredado su nieto, único hombre que queda en su vida, y que cuando la mira con esa cara inquieta, aún es capaz de arrancar alguna sonrisa de un rostro que ya perdió hasta la fuerza de la expresión.
Todavía recuerda el día que aquellos hombres se presentaron en su hogar buscando hombres para ajusticiar y no pudieron encontrar ninguno, ya que el entonces bebé fue escondido. Aún hoy, cuando esos siniestros personajes se personan en la casa, el niño debe ser alejado de la vista, para no sufrir el mismo destino que los hombres que un día dieron esplendor al pueblo.
Cuando el sol se va a dormir a su morada, y la oscuridad va ganando cuerpo, muchas veces nuestra protagonista mira a través de la ventana, cubiertas con algunos cristales rotos y plásticos, el panorama que se dibuja en el horizonte. El traqueteo de las bombas y su reflejo visten una y otra noche, algún vehículo se deja oir, todo ya es normal, y a nadie parece alterar. Las mujeres ya se refugian en sus maltrechos hogares esperando el final de un conflicto que nadie sabe como empezó ni cuando acabará, tan solo que lo sufren a diario, así como la falta de sus esposos y compañeros, que un día se marcharon, obligados a elegir bando, para morir o para malvivir.
Esta mujer cierra la puerta de su casa, y se abren las puertas de la pena, del llanto, del olvido imposible. Enciende un pequeño quinqué, antigua reliquia familiar, hoy utensilio de uso diario, desde que la electricidad, como el progreso, dejó de asistir a la villa, el cual ilumina un pequeño salón de cuyo techo cuelga, a modo de huella del pasado más cercano una lámpara, en la que la corona de cristal cedió al estruendo de los obuses caídos cerca de la casa. Las paredes albergan algunos cuadros y fotos, algo desordenados, y es que ya no existen fuerzas para poner en orden nada, ya que la vida no sigue ninguna sucesión correcta. La mesa de madera que viste la sala está llena de grietas, y nota la falta de algunos trozos de pintura que huyó cuando la guerra estalló, y tan sólo un maltrecho hule de color rojo da algo de colorido al gris habitáculo.
Sobre el mantel hay una pequeña caja dorada y medio oxidada, y de su interior, en un ceremonial diario, nuestra mujer saca las fotos que aún guarda de su marido y de su hijo. Todas las noches las mira, todas las noches las habla, ninguna noche la contestan. Luego, las recoge cuidadosamente, las ata con un lazo azul y las vuelve a depositar en el interior de la caja, y ésta se guarda en uno de los cajones del aparador que da algo más de lustre a la estancia, y que no guarda nada más de valor, pues esta mujer se tuvo que desprender de todo lo valioso para poder comer algo, para poder subsistir.
En el momento que la fatiga puede con su cuerpo, y sus ojos claudican, la mujer cae sobre el viejo colchón y duerme las horas que su corazón necesita, muy pocas; cuando el sol aún no se ha levantado, ella se incorpora al transcurso cotidiano de la vida, mira por esa ventana, intenta averiguar si la guerra ha terminado, y observa el tapiz de estrellas que aún viste la noche, sin encontrar la solución.
Una vez que el sol rompe el día cual polluelo saliendo de su cascarón, su nieto, su pequeño hombre, la única razón de su existencia, se añade a la monótona sucesión diaria, y cual angelito da un beso a su abuela, ésta le abraza fuertemente, aferrándose a él como único motivo de su existencia. Su nuera a continuación se levanta, y examina el día, pero con despreocupación total, sin ningún atisbo de alegría, y es que la tragedia ha sacudido tantas veces en su vida que las posibilidades de júbilo saltaron en pedazos.
El día de hoy, ya sea lunes, martes o fiesta, es igual para todos, una pelea por saber si van a comer algo de lo que da el pequeño huerto que existe al lado de la casa, si los pocos víveres almacenados presentan todavía un aspecto mínimamente saludable para poder ser ingeridos, o si van a tener que esperar la llegada de algún convoy humanitario, o, por el contrario, y como muchos días, no hay nada.
Todos los días la misma historia, todas las noches el mismo capítulo, todo es igual y la violencia no se acaba.
Una mañana, la sorprendente lluvia que cae, llama la atención a la mujer, quien por curiosidad, que asoma a la venta, allí hay una paloma blanca apoyada en el alféizar; se dirige a ella para poder acariciarla, pero en ese momento la criatura vuela y desaparece, la mujer la busca por arriba, por abajo, a derecha a izquierda, no la encuentra, pero a lo lejos, por la serpenteante y destrozada carretera que lleva al pueblo ve una hilera de vehículos, con sonidos estridentes de cláxones, no sabe lo qué ocurre ni lo que podrá suceder; la noticia vuela por la aldea: La guerra ha finalizado.
Ahora comprende, todo lo acontecido, el ave significa la deseada paz, que ya arribó, y todas las penurias se han de ir con esa lluvia que apareció. Se abraza a su nuera, ya su hija, y a su nieto, y llora como nunca lo había hecho durante esta guerra.

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