No hay más que
darle a un político un cargo, una parcela de poder, para que desconecte del
mundo real, y viva en uno inventado. No hace falta más que darle un puesto de
responsabilidad, para que su vocabulario, su diálogo cambie. En ese momento
dejará de ser persona, se convertirá en un dirigente, y en ese momento nada de
lo que es la realidad será percibido por sus ojos, nada de lo que dicen los
ciudadanos será escuchado por sus oídos. Es entonces cuando sus ojos ven un
mundo idílico, en el que no existen dramas familiares y humanos, en el que la
sanidad funciona de maravilla, sin listas de espera, sin problemas en la
atención, en el que los desahucios son cosa del pasado. Y solo oyen alabanzas,
no les llegan las críticas, las desazones de la gente.
Sin
embargo, cuando este mismo político es todavía un aspirante al poder, y aún no
lo detenta, entonces es el ser más humano, es el que más empatía tiene con los
ciudadanos, el que más sufre con los problemas de las personas, con sus
desahucios, con sus abandonos en el sistema sanitario, es el que más denuncia
los abusos del poder, la inacción de los dirigentes. Cuando están en la calle
dicen que los sueldos son bajos, que las condiciones laborales son nefastas y
que la presión fiscal es insoportable. Pero cuando sufre la metamorfosis que
lleva aparejada el ascenso al poder, las nóminas que perciben los trabajadores
son estupendas, las circunstancias de los puestos de trabajo son las mejores
posibles, y no están masacrando a los ciudadanos a impuestos, sino que son la
autoridad que menos carga fiscal impone a su gente.