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domingo, 12 de junio de 2011

TODO TIENE UN PRECIO

La mañana había amanecido algo fresca, pero con un sol que se iba haciendo dueño de la situación, ayudado con una ligera brisa, invitaba a dar una paseo y eso fue precisamente lo que hice, me puse mi chándal, las zapatillas, y salí a la calle.
Sin rumbo fijo, marché hacia el antiguo camino del horno de acero que en tiempos existió en la localidad, y que contribuyó a dar esplendor a la misma. En el lugar donde estuvo han levantado un pequeño monumento que recuerda la presencia del mismo. Para llegar allí, he pasado por una inmensa zona residencial que parece apoderarse del sitio. Luego, saliendo de este lugar, tomo el camino, en el que proliferan como hongos naves industriales, dedicadas a actividades varias.
Cuando finaliza la hilera de naves que señalan el principio del camino, se entra en una zona de parcelas que se mueren de pena, con pastos altos, y paredes desvencijadas, dando un aspecto de total abandono, pero más adelante, y tras atravesar el arroyo de las liebres, aparece el camposanto, el cual consta de dos partes, una más antigua y una, lógicamente más moderna. La parte vieja, parece un auténtico puzzle, donde las tumbas se ubicaban de forma anárquica, aprovechando cualquier hueco, con pequeños pasillos que intentan dibujar algunas hileras de sepulturas, y para acceder a las interiores, hay que hacer auténticos malabarismos. La nueva, sin embargo, es todo orden y sincronía, las sepulturas perfectamente alineadas, los espacios interiores inmensos en comparación la parte vieja, y la última moda, los nichos, esas estanterías donde se guardaban los muertos, y se les clasificaba como en un tablero de ajedrez, perfectamente colocados contra la pared.En resumen, a un lado el desorden, al otro el orden; a un lado el abandono, al otro el cuidado, dos recintos, dos formas, un solo lugar, el cementerio y una sola persona para su cuidado: Adolfo, el enterrador, hombre ya de edad avanzada, con las muestras del paso del tiempo en su cara, con las heridas de la batalla diaria en el campo santo en sus manos, y con una botella de vino como única compañía.