sábado, 18 de agosto de 2012

CUENTO (CASI) IMPOSIBLE III

El valle del Beludón, junto al lago del mismo nombre, donde tres de los grandes ríos de la zona vienen a morir, es el lugar elegido por las tropas atacantes, para apostar sus fuerzas. Allí, durante tres interminables jornadas, las fuerzas que quieren romper el orden establecido, han estado montando una pequeña gran ciudad. Durante estos tres días, cientos, miles de hombres, han ido llegando al lugar. Para el día señalado, a la hora indicada, todo debe estar preparado.
La ciudad, perfectamente cuadriculada, plenamente organizada, viste el terreno con grandes tiendas de lonas, de pieles, multicolores. Más arriba, bajo la arboleda, y cerca de la llegada del río Belinor, los caballos descansan en sus improvisados establos, perfectamente atendidos por los criados destinados a este menester, esperando ser utilizados para entrar en la batalla. Más allá, las zonas de entrenamientos de los guerreros. Y algo apartado, sobre la pequeña península que se forma sobre el lago, algo alejado, y a la vez, protegido, de la soldadesca, la zona noble, donde pernoctan el emperador y su séquito, junto al estado mayor de las tropas, los grandes generales, los estrategas, los que van a guiar las tropas hacia el seguro éxito que busca el gran Fara, el emperador, el grande, el cruel, el magnánimo, todos los calificativos le son de aplicación, según el momento en que te cruces con él. Le acompaña su hijo, su sucesor, Canfara, hombre más astuto, más vehemente, empiezan a asomar las barbas incipientes en su cara, sus ojos azules tienen la venganza, la sed de batalla, de conquista.

La mañana designada para el combate comienza en el campamento, los primeros soldados abandonan sus tiendas, y se marchan al río, para adecentarse. Todos realizan la misma liturgia; luego se dirigen a los distintos lugares donde les suministrarán el desayuno, consistente, para las largas horas que esperan por delante. En el pequeño trayecto del río a los comedores, se adivinan a lo lejos las tropas del enemigo, con las que tendrán que lidiar en escasas horas. Muchos soldados, ya veteranos, saben que sus horas pueden estar contadas. Han vivido muchas batallas, bastantes heridas, han conseguido salir vivos, pero muchos amigos han quedado en el campo de batalla, o una vez han sido recogidos y llevados a las enfermerías, se han despedido de la vida, eso sí rodeado de sus compañeros de batallas.
Muchas veces han salido al campo de batalla, por la inercia de quien les manda, sin saber porqué luchaban, y contra quién, solo sabían que si no se defendían los que estaban en el suelo serían ellos, y no habría más día ni más noche para ellos.
También se han levantado todos los grandes jefes, quienes lo primero que hacen es observar la disposición de las tropas enemigas, así como el escenario de la batalla, buscando las zonas arboladas, las más dificultosas, y allí, enfrente, el famoso paso de Abona, el que llevará a las tropas a la conquista del país enemigo. Tras ese paso se encuentran las riquezas prometidas, las mujeres que no hay en su país, las ansias de gloria que les hará más grandes.
En el comedor, dirigiéndose al lugar reservado, aparece el emperador con su séquito, abriéndose un pasillo a su alrededor. Comparte desayuno con sus generales. El alimento que ingieren es, como sus soldados, fuerte, ya que anticipa lo que va a ser la jornada de guerra más dura que ha vivido en las últimas épocas. Ni las guerras con los olotes, ni el asedio de las colinas de Pumirán fueron tan duras como estas se prevén. Enfrente se encuentran los ejércitos de Ofigón, centinela de Abona, y sus aliados de Arrón.
El paso de Abona es la llave que lleva a los grandes valles de la zona oeste. Siempre se ha considerado una puerta infranqueable, la que separa la cultura de la incultura, la paz de la guerra, la abundancia de la escasez, el amor de la sangre. Este accidente geográfico, cerrojo de occidente, es un grupo de promontorios y montañas, que vienen a verter al mar, un mar complicado, que esconde bajo sus aguas, afiladas rocas, y grandes resacas, que impiden el tránsito de los barcos. Son los temibles cortados de Salader, aquellos que guardan bajo su salada sábana la aventura de muchos navíos que intentaron llegar a las costas ofigonianas y perecieron en el intento. Alguno, no obstante, llegó, y sus tripulantes narraban auténticas pesadillas del viaje, e incluso hay quien habló de monstruos. Nunca se sabrá si esos seres existen o no, o es la imaginación la que les hace ver esta situación.
Ya los desayunos dejan de servirse, y ahora los soldados empiezan a ponerse sus cascos, sus corazas, afilan sus espadas, limpian sus cotas, sus escudos, y se empiezan a dirigir a sus brigadas, para situarse en formación.
Las cornamusas y los tambores, recuerdan a los rezagados que han de irse formando. Y allí, con el sol que intenta iluminar, tras las blancas nubes retenedoras de la temperatura, que hace olvidar el fresco de la noche, las formaciones, casi perfectas, de hombres, las compañías constituidas por más de un millar de hombres, junto con sus jerarcas, esperan la revista de los grandes generales y del emperador, quien les lanzará las proclamas necesarias para lanzarlos al ataque contra los enemigos, esos que impiden que el Imperio de Darón, con el apoyo de su eterno y subordinado aliado Revas, se extienda sobre todo el continente, sobre la gran isla.
Aparecen las formaciones ecuestres, más de diez mil hombres, con sus plumas en los cascos, con sus capas, con sus lanzas mirando al cielo. Tras ellas, las compañías de paquidermos que esperan romper por la fuerza las resistencias de los enemigos, tirando de las grandes catapultas, que lanzarán sobre el cielo, piedras, aceite hirviendo, bolas de fuego; y, esperando el momento, los arqueros reales, las grandes bazas del ejército, los que oscurecerán el cielo con sus dardos, buscando a los enemigos, y harán imposible el avance de quien ose interponerse en el camino de las tropas de su gran emperador.
Al ritmo de las cornamusas y los tambores, inician el paso cadencioso, lento, pero seguro los más de cincuenta mil hombres que se enfrentarán a un número similar sobre las tierras de Nagrán, preludio de Abona, donde les esperan las fuerzas adversarias.
Los estandartes, las banderas, empiezan a avanzar. La pequeña brisa envalentona las telas, y da mayor colorido a la escena. Los hombres inician su transitar, y el paso unísono de todos ellos rompe el silencio de la mañana El campamento se va quedando vacío, apenas medio millar de hombres esperarán la llegada de las tropas una vez finalice la batalla, para el descanso, para la recuperación, para la sanación.
Enfrente, las tropas de Arron y Ofigon, apostadas en las laderas del paso y en los bosques que visten la zona baja, esperando con impaciencia e intranquilidad el momento de entrar en la batalla. Aún se los ve lejos, habrá más de dos kilómetros entre ambos ejércitos. Esa distancia, ese tiempo es el que separa la vida de la muerte de muchos de los hombres que allí están esperando, y de los que vienen enfrente. Lo que es un campo verde, con sus riachuelos, que recogen el agua que la nieve ofrece con el buen tiempo, en poco tiempo será una piscina de sangre y de cuerpos sin vida. Los animales habitantes del lugar ya hace tiempo que desaparecieron, al ver tantos humanos prefirieron irse de allí, y dejárselo para ellos.
Las catapultas de los defensores lanzan las primeras piedras para intentar intimidar a los rivales, pero ni se detienen. Tan solo el relinchar de algún caballo rompe el monótono chasquido de las botas pisando sobre el campo de batalla, el avance de la muerte. Ni el retumbar de los tambores se detiene ante este primer envite.
Una pequeña ondulación del terreno, hace que parte de las fuerzas atacantes desaparezcan, aunque al instante vuelven a aparecer. En el berrocal de Dersal, se paran las fuerzas atacantes. Es el momento de organizarse para el ataque. Las tropas se instalan en sus sitios, la caballería empieza a ganar posiciones, detrás los hombres a pie, y los arqueros se van apostando. Los artilleros colocan las catapultas que lanzarán los primeros torpedos pétreos contra los defensores, para empezar a ocasionar las bajas primeras y así, en el caos, lanzar el primer ataque. Las banderas siguen en lo alto, el sonido cadencioso de los tambores no dejar de oírse.
Todo se vuelve de un silencio sepulcral, los tambores y las bocinas dejan de sonar, varios caballos, con los grandes jerarcas empiezan a avanzar entre la tropa que se abre. Allí aparece Fara, con su hijo Canfara, y los grandes generales del ejército. La espada en alto del emperador. Todo es silencio. La última arenga a sus hombres antes del ataque. Todos son vivas hacia el monarca, y las voces se dejan oír por toda la cordillera. El eco da un mayor impacto a las voces de los soldados. El monarca gira su vista hacia los ejércitos defensores, hacia el objeto del deseo, el paso de Abona, la puerta a su particular gloria, dejando clavada la mirada en ese estrecho y a la vez inmenso paso hacia su satisfacción.
Baja la espada, y en ese momento las tropas ecuestres se instalan en dos alas, perfectamente delimitadas, y detrás la infantería, en formación de tridente, con tres grandes columnas, protegidas por la caballería. Por detrás, defendidos por los soldados de a pie, las compañías de arqueros, para situarse en la zona en las que sus dardos empiecen a causar estragos en los enemigos. Los tambores vuelven a sonar, las cornamusas empiezan a mugir, todos se empiezan a situar. Tras todos estos soldados, aparece la artillería. Las catapultas se instalan tras el berrocal, y comienzan a lanzar las primeras grandes rocas, para impedir el ordenado avance de los rivales, y en medio del desconcierto tener más posibilidades de éxito. La batalla en campo abierto será el siguiente episodio.
El paso de las caballerías y de los hombres empieza a aumentar, la tensión asoma en los hombres, los nervios ante lo inesperado de su destino empieza a dibujarse en la cara de los combatientes. La franja entre ambos bandos cada vez es más estrecha. Los primeros soldados enemigos se dejan ver. Los caballeros colocan sus lanzas en posición de ataque. Los defensores sitúan sus escudos en posición defensiva, esperando con sus picas, tras las empalizadas. Detrás de la arboleda están apostados los arqueros, que en un instante lanzarán sus saetas para que el avance sea desordenado, y tener mayor garantía en sus objetivos. Miles de hombres, aguardan tras los primeros roquedos para entrar en combate. El golpeo ahogado de las baquetas sobre la lona del tambor sigue resonando, ahora casi con más fuerza.
Una flecha se clava en el corazón de Fara, cae sobre la cabeza del caballo, los que están a su alrededor llaman la atención sobre el hecho, y la noticia recorre los oídos de todos los soldados, quienes no pueden evitar la perplejidad, el grito silencioso, que se deja oír por todo el campo de batalla. Los tambores, las cornamusas, enmudecen al instante. Canfara se acerca, observa a su padre, sus ojos abiertos, su aliento cortado, su pecho sangrante, ha muerto. El primogénito ordena a todos los generales que sus soldados se batan en retirada. La batalla ha terminado. El estridente sonido de la cornamusa hace que los soldados se paren, y que los caballos detengan su paso, la melodía manda retirada. Todos los soldados se marchan hacia atrás, los caballistas empiezan a abandonar el campo de batalla. Los elefantes son obligados a girar sobre sus propios pasos.
Desde las tropas defensoras nadie se explica esa retirada y se ordena se mantengan los soldados a la expectativa, porque parece extraño este movimiento. Son momentos de incertidumbre, de tensión. Los brazos de los arqueros marcan sus músculos, con la tensión de la cuerda del arco.
Llega uno de los vigías apostado en las zonas de paso de las tropas enemigas, que debe hacer llegar las noticias sobre el movimiento de las tropas enemigas. Dirigiéndose al general Tesalo, comandante de las fuerzas avanzadas, hace saber que Fara ha sido alcanzado por una flecha y que ha muerto, y que, siguiendo órdenes de su hijo, todos sus soldados se han retirado.
Nadie ha vencido, nadie ha sido derrotado, no ha habido batalla, no ha habido combate, quien promovió esta situación cayó, y sus seguidores quedaron atenazados ante la pérdida. La duda, la zozobra, el sinsentido asalta a sus seguidores. No tienen el guía que les lleve a sus objetivos; el río que les conducía dejó de tener agua, el puente que les ayudaba a esquivar los peligros, desapareció.
Vencerán las mujeres, las madres, los hijos, que volverán a sentir la compañía de sus familiares que se marcharon a la batalla con un incierto resultado. Saben que esta compañía será breve, porque el combate surgirá más pronto que tarde. El sol, al final, luce.

No hay comentarios:

Publicar un comentario