Sabor agridulce. Así se puede definir lo que sentí la mañana del domingo día 7 de octubre en la localidad de Talavera de la Reina. Allí se celebró la XXVI Edición del Medio Maratón, prueba por la que siempre he sentido una especial predilección, por cuanto allí rompí la barrera de la hora y treinta minutos. Simultáneamente, se celebraba una carrera de 10 km. Allí participaría mi esposa.
Pero sabía que esta vez con acabarla me podría dar por satisfecho. Los excesivos condicionantes que están apareciendo actualmente a cada paso que doy por la vida, me están mermando considerablemente la capacidad de poder desenvolverme con garantías en los entrenamientos, de estar centrado, de explotar.
Era la primera prueba de medio maratón de la temporada, y aunque otros años llegaba con mejores sensaciones de hacer un buen resultado, en esta ocasión, sin embargo, sabía que me iba a costar un poco más. De todas formas, esperaba bajar de los noventa minutos, a poco que pusiera un ritmo que podría aguantar.
El día anterior llegué a plantearme seriamente la posibilidad de participar e, incluso, una vez en la salida, no sabía aún si iba a hacer los diez kilómetros o hacía la prueba larga.
La mañana presentaba un inconveniente, al menos para mí, un excesivo calor para ser el mes de octubre. Tras un muy corto calentamiento, me encaminé a la zona de salida, donde estábamos cerca de seiscientos corredores. Dieron el pistoletazo de salida, y en esta ocasión, en vez de lanzarme en una salida rápida, como hacía en otras ocasiones, me retuve, fui más tranquilo que otras veces, y pasé el primer kilómetro en 4:09. Notaba las piernas bien, así que no quise forzar.