La mañana había amanecido algo fresca, pero con un sol que se iba haciendo dueño de la situación, ayudado con una ligera brisa, invitaba a dar una paseo y eso fue precisamente lo que hice, me puse mi chándal, las zapatillas, y salí a la calle.
Sin rumbo fijo, marché hacia el antiguo camino del horno de acero que en tiempos existió en la localidad, y que contribuyó a dar esplendor a la misma. En el lugar donde estuvo han levantado un pequeño monumento que recuerda la presencia del mismo. Para llegar allí, he pasado por una inmensa zona residencial que parece apoderarse del sitio. Luego, saliendo de este lugar, tomo el camino, en el que proliferan como hongos naves industriales, dedicadas a actividades varias.
Cuando finaliza la hilera de naves que señalan el principio del camino, se entra en una zona de parcelas que se mueren de pena, con pastos altos, y paredes desvencijadas, dando un aspecto de total abandono, pero más adelante, y tras atravesar el arroyo de las liebres, aparece el camposanto, el cual consta de dos partes, una más antigua y una, lógicamente más moderna. La parte vieja, parece un auténtico puzzle, donde las tumbas se ubicaban de forma anárquica, aprovechando cualquier hueco, con pequeños pasillos que intentan dibujar algunas hileras de sepulturas, y para acceder a las interiores, hay que hacer auténticos malabarismos. La nueva, sin embargo, es todo orden y sincronía, las sepulturas perfectamente alineadas, los espacios interiores inmensos en comparación la parte vieja, y la última moda, los nichos, esas estanterías donde se guardaban los muertos, y se les clasificaba como en un tablero de ajedrez, perfectamente colocados contra la pared.En resumen, a un lado el desorden, al otro el orden; a un lado el abandono, al otro el cuidado, dos recintos, dos formas, un solo lugar, el cementerio y una sola persona para su cuidado: Adolfo, el enterrador, hombre ya de edad avanzada, con las muestras del paso del tiempo en su cara, con las heridas de la batalla diaria en el campo santo en sus manos, y con una botella de vino como única compañía.
Cuando pasé junto a la puerta que daba acceso al Cementerio, por la parte vieja, este hombre estaba sentado en un poyete corrido que había junto a la misma, resguardado del tibio sol que iba metiéndose por los eucaliptos que adornaban la entrada, con un cigarro en la mano, y a su lado, su inseparable compañera, su botella, su única compañía, como luego me confesaría.
Le saludé y pedí permiso para sentarme, a lo que asintió con la cabeza, mirando con los ojos entreabiertos por la luz del sol, que paraba la visera de la gorra algo sucia que llevaba puesta.
Empezamos a hablar de cosas banales, del tiempo, de algunos hechos acaecidos recientemente en la población, de alguna curiosidad, y, al instante, como aquel que no tiene con quien hablar, empezó a contarme su propia vida. Era un hombre que se encontraba solo, ya que aunque tenía mujer y dos hijas, éstas le abandonaron, cuando la bebida apareció, en una muestra de egoísmo total, al no saber convivir con aquella situación.
Sus hijas vinieron a verle los primeros de cada mes para cobrar la pensión que les debía pasar, hasta que fueron mayores de edad, y desaparecieron de su vida; alguna vez se cruza con ellas, se saludan de forma breve y se pierden. Tiene dos nietos, que sabe que se llaman Rubén y Azahara, pero ignora quienes son sus padres, y si están o no casadas, pues no fue invitado a ningún tipo de celebración.
Tras este resumen de su vida, digna de un buen relato, le pregunté acerca de su trabajo, por ser enterrador, y me dijo que era un trabajo como otro cualquiera, y que con los que tenía que tratar, los muertos, nunca se quejaban. Pero eso sí, este trabajo le había enseñado, y aún lo hacía mucho, sobre la gente; yo, al principio no le entendí, pero me lo fue explicando poco a poco.
“Mire usted aquí ve dos cementerios, el viejo y el nuevo; el viejo, el único que lo cuida, aparte de alguna viejecita que viene a revivir los recuerdos de algún antepasado, soy yo, los familiares no vienen más que de higos a brevas, cuando hay un enterramiento, o el día de todos los santos, y dejan las flores o los jarrones y se van como corriendo. Cuando las flores se secan o los jarrones se caen, el único que lo recoge todo soy yo. En el nuevo, como los muertos son más recientes, siempre hay más ambiente, y solo entro al final de cada jornada, a ver si hay algún fallo, alguna cosa que limpiar, y hasta que no vuelve a haber enterramiento no entro. De los muertos, amigo mío, la gente se olvida enseguida, tan sólo se acuerdan de ti cuando te necesitan, y si no allá te pudras”.
Tras esto, echó un trago de vino, ofreciéndome un poco, que amablemente rechacé, el cigarro se consumía lentamente en su mano, sin haber dado una sola calada, y el sol que iba ganando terreno poco a poco, daba más calor a la mañana primaveral. Acto seguido empezó a relatarme algunos enterramientos que él había visto.
“Hace unos meses, enterré a Ildefonso, un bendito, un gran trabajador, que estaba en la fábrica de cajas, y que murió de repente una noche, no llegaba a los cincuenta. Pues bien, llegó el cortejo fúnebre, y me entraron ganas de decirle dos cosas a la viuda, una lagarta de mucho cuidado que se iba a llevar cinco millones que le daban en la fábrica por su marido, y que se los iba a gastar, como está haciendo con el mejor amigo de él. Menudo amigo del muerto, el sinvergüenza, el amante de ella, que iba totalmente destrozada, que daba pena verla; pero, que bien lo hacia, la muy perra, y detrás mucha gente que la acompañaba, cómplice del hecho, del corneamiento que estaba sufriendo el pobre, en fin...”.
Tras este breve discurso, un nuevo trago de vino, volvió a ofrecer, y como la sed y el calor apretaban algo más, esta vez , acepté. No era vino de buena calidad, pero se agradecía, menos da una piedra.
“Y si no, cuando enterré a Dª Rosita, una magnífica mujer, medio pueblo totalmente afectado, y delante, como en un desfile sus cuatro hijos varones, cuatro auténticos golfos y vagos, y su única hija, que se había metido a monja, harta de vivir dentro de esa jauría de carroñeros. Tenía que haberlos visto, tan afligidos, tan apenados, tan tristes, y cuando se quedaron solos, y yo estaba terminando de sellar la sepultura y limpiar los excesos de masa, el mayor, con el descaro más impresionante que he podido ver, llamando al Notario por el móvil, para quedar para la firma de las Escrituras para repartirse la herencia, bastante importante, lo antes posible. Me quedé con ganas de haberle pegado con la pala en la cabeza, pero no merecía la pena”.
Agachó y giró levemente la cabeza, escupió hacia su derecha, levantó nuevamente la cabeza y se quitó la gorra, porque los árboles ya paraban los rayos del sol que se había aparcado en el centro del cielo.
“Compañero, en esta vida todo vale dinero, y todo depende de lo que tengas, pero con la muerte pasa tres cuartos de lo mismo, también vale dinero, si tienes eres muy bueno, y si no que te den; toda muerte tiene un precio. Incluso la mía, la de un pobrecito como yo, que no tiene ni donde caerse muerto, si me muero, mi ex mujer, se va a llevar una pensión por mí, y sin haber estado a mi lado. Ve, yo también valgo; y usted, y cualquiera si tiene algo que dejar. Yo hago lo que casi nadie es capaz de hacer, que es enterrar a los muertos, y le puedo decir que algunos también querrían que lo hubiese hecho con algún vivo. Yo he metido muchas cajas, pero también es cierto que me he quedado con las ganas de meter a alguno de los que estaban presenciando el espectáculo”.
Se levantó de forma parsimoniosa, y entró al cementerio viejo, alguna mujer permanecía allí limpiando una tumba, se oía hasta el vuelo de algún pájaro y el ladrido de algún perro a lo lejos; todo era quietud. Acompañé a Adolfo y siguió hablándome, con esa cualidad de sinceridad y de franqueza que pocos tienen, que solo la gente auténtica, que no tiene remordimientos, que siente lo que dice, y aún sin expresividad en la cara, sabe hacer.
“Mire, aquí las únicas personas que sienten a sus muertos, son las madres que ven morir a algún hijo suyo, eso debe ser el mayor castigo que Dios puede dar a alguien, y, además, la mayoría de las veces de forma injusta. Todas las mujeres que vienen por aquí suelen venir a hablar con sus hijos fallecidos, porque hablan con ellos, y tras esto se van totalmente reconfortadas hasta una nueva jornada, son, además, las únicas personas buenas de verdad, te saludan, te hablan, te muestran su cariño, y te cuentan su difícil vida, son la parte más importante de los cementerios, sin ellas no existirían”.
Tras esta sentencia, el hombre se marchó hacia la caseta donde guardaba las herramientas, y sacó un rastrillo, empezando a recoger la hojarasca caída, y un pincho con el que recogía la basura que se dejaba en el suelo, en las lápidas, en los pasillos, en el cementerio en general, diciéndome después:
“Esto de los cementerios se acaba con la incineración esa, y, además si estuvieras vivo, ni te daba tiempo a quejarte, porque a esas temperaturas y con lo rápido que es no te debes ni enterar. La gente va a los hornos, quema a sus muertos, luego les dan un montón de polvo que dicen que son las cenizas de su familiar, se les meten en una vasija y todos tan contentos y si, además, el muerto ha dejado dicho que le arrojen al mar, en algún parque u otra cosa parecida, pues menos quebraderos de cabeza para la familia, ya que así no hay que buscar donde poner las cenizas en casa, en la tele, en la vitrina o donde sea. Yo, cuando muera lo único que quiero es que me quemen, y que mis cenizas se pierdan en el primer cubo de basura que encuentren, y así quito problemas o pensamientos de cualquier clase a quien tuviera que ver algo conmigo”.
Tras esto, miré mi reloj, era demasiado tarde, la mañana se había pasado volando, y tenía que marcharme para casa; me despedí de Adolfo con un fuerte apretón de manos, esperando volver a verle, pero un escalofrío recorrió mi cuerpo, se respiraba un aire que presagiaba algo inquietante, y pude observar sobre uno de los más imponentes mausoleos del cementerio un cuervo negro posado tranquilamente, todo parecía conducir a algo no determinado ni determinable.
Por razones que no vienen al caso, tuve que ausentarme del pueblo algo más de tres semanas, y en cuanto volví me acerqué al Cementerio a ver al que ya consideraba mi amigo, llevaba una botella de buen vino, y un trozo de chorizo para compartirlo con él. Entré por la puerta del recinto viejo, le busqué con la vista, no le encontré, me acerqué al nuevo, tampoco le vi, me dirigí a la caseta, allí estaba un joven muchacho, trabajando sobre un ordenador bastante nuevo, y con unos libros al lado. Le pregunté por Adolfo, y me lo dijo, el hombre había fallecido hacía diez días. Inquirí sobre su muerte, y me contó que ese día tardaba en llevar las llaves a la Comisaría como hacía todo los días, por lo que alarmados, se presentaron dos agentes en el camposanto, encontrándole sentando junto a un enorme ciprés, pero inmóvil, pálido, certificando su fallecimiento.
Preguntado por su tumba, me dijo que le habían incinerado y que sus cenizas estaban en el tanatorio a la espera de que alguien las recogiese antes de un mes y si no serían entregadas al Juzgado para proceder a su destrucción.
Rápidamente marché hacia la funeraria, y tras rellenar un breve formulario, me llevé las cenizas, y al día siguiente las esparcí por el único sitio donde este hombre había sido feliz, alguien importante: el camposanto.
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