miércoles, 6 de julio de 2011

LA ANTESALA

Acabo de salir del quirófano. Mis dolores de cabeza son intensos, el cuerpo me duele, la zona donde me han realizado la operación me arde. Abro los ojos. La visión borrosa no me deja ver lo que realmente tengo puesto y en qué situación puede estar.
Percibo, a través de mi borrosa visión, que un señor de uniforme blanco, me agarra el brazo y me clava algo. El dolor es mínimo comparado con el resto de los que recorren mi cuerpo. Se marcha. La penumbra domina la estancia donde estoy.
Poco a poco se va aclarando mi mirada. Veo que tengo varias gomas puestas en mi cuerpo, en mis brazos, en la barra, detrás de un gran vendaje. Un aparato, situado a mi izquierda, hace un ruido constante, un pitido, un zumbido, un pitido, un zumbido, y así de forma interminable.
Acceden mis familiares, mi mujer, mis hijos, preguntan qué tal estoy, cómo me encuentro, asiento con la cabeza, cierro un poco los ojos. Al instante, los abro, ahí siguen; fuera están mis hermanos.
Entra otro señor, de blanco, es el médico, dice a todos los allí presentes que abandonen la estancia, y nos quedamos los dos solos.
Me empieza a palpar, a mirar, los ojos, el pulso, la tensión. Toma notas, lee los folios que trae, y vuelve a tocar, a palpar. Se presenta, es el doctor Herreros; ha sido el que me ha operado. Me dice. Todo ha salido bien, hay que ver la evolución durante las próximas horas.Ahora sí, ahora pasan mi mujer, y mis hijos, me dan dos besos cada uno, mi mujer pone la mano sobre la cama, yo se la agarro, de forma muy débil, ella me ase con más fuerza. Luego pasarán mis hermanos, mis cuñados. La cabeza, con tanto ruido, parece que va a estallar; en voz baja, en voz muy baja, les pido que aminoren el volumen de sus voces. Poco a poco van abandonando el lugar, ya es un poco tarde, y se tienen que ir a comer, y otros pronto iniciarán la marcha a sus domicilios, fuera de la localidad; mañana tendrán que trabajar.
Poco a poco recupero la capacidad plena del habla, y ya puedo entablar una conversación con mi esposa, que es la que en estos momentos se encuentra a mi lado.
Por el pasillo pasa el carro con la comida, pero en mi habitación no se detiene, estoy convaleciente, y aún es pronto. Como aún me estoy recuperando de la anestesia, ya que he salido hace poco de quirófano, cualquier cosa que caiga en mi estómago podría ser una bomba. Al poco, entra una enfermera, y me vuelve a tomar todos los índices, tensión, pulso; anota los datos en una hoja, y se marcha, sin decir ni adiós.
Tras la comida, y la algarabía de auxiliares para arriba, auxiliares para abajo, gente entrando, gente saliendo, todo vuelve a la calma, las persianas de las habitaciones se bajan, todo queda en penumbra; los enfermos en sus camas, los acompañantes en los sillones, todos callados, todos echados, algunos viendo la televisión, otros intentando dormir algo. Es la hora de la siesta. Intento relajarme, pero algunas veces, los pinchazos vuelven a la zona intervenida, y no me dejan descansar plenamente. Miro hacia abajo, no veo nada, solo un gran vendaje.
Llega la merienda, otra vez jaleo; esta vez puedo tomar algo, un zumo y un yogur caen en mi estómago, y parece que hasta bien; en medio, ya están viniendo las visitas, amistades, familiares, compañeros. La tarde así pasa rápida, rauda, entretenida. Y cuando acaba el horario de visitas, el hospital se va quedando con su hábitat natural, enfermos y sanitarios.
Cae la noche, pero antes de poder pegar una cabezada, de dormir, nuevas pruebas, nueva tensión, nuevo pulso, nueva temperatura. Las horas nocturnas transcurren más o menos bien, aunque alguna vez la herida me recuerda que sigue ahí, y ese es el motivo de mi estancia en el hospital.
Aparece la mañana, y vuelve el doctor Herrero, entra, me descubre la herida, y yo sigo sin poder ver nada, aunque con la vista alcanzo a ver como echa algo en un bote y se lo da a la auxiliar que le acompaña, que se lo lleva. Se marcha, no dice nada. Mi mujer le dice adiós.
A las dos horas vuelve, no dice ni hola, solamente dice a mi esposa que se vaya, y cierra la puerta. Me agarra el brazo, después baja a la mano, me la aprieta, y me mira con cara seria. Sus ojos delatan algo poco bueno.
Le pregunto si ocurre algo, y él contesta que nada. Pero en ese momento, miro otra vez a sus ojos, directamente, y evita el contacto entre los dos. Yo vuelvo a atacar, le digo que me está asustando, por la falta de información, y pregunto si es importante, si no tiene solución lo que tengo. En un principio, sigue callado, leyendo mirando, vuelve a mirar hacia la herida, anota en el papel, y ya, con voz seria, me dice que, desgraciadamente, no tiene solución, y que, aunque lo han intentado, la infección ha avanzado mucho más de lo que ellos esperaban y no se puede detener, por lo que… Me voy a morir, él asiente con la cabeza. En ese momento, con todo sobre mí, tengo un pequeño momento de lucidez, y pregunto si va a ser pronto, contesta que sí, en pocos días u horas. Ante esta situación le digo que no comente nada a mi mujer, por ahora, de mi situación. No sabe qué contestar, pero se marcha.
No me dice nada, y abandona la estancia. En ese momento, me quedo solo. Todo se me viene encima. Mi propia soledad, es mi única compañía. Mi compañera, bajó a desayunar, luego vendrá.
¿Qué hacer en este momento? Todos los dolores desaparecen, el sonido del aparato pasa a ser completamente imperceptible. La fuerza de los acontecimientos domina el momento.
Cuando alguien ha sido condenado a muerte, y ésta avanza de forma inexorable, todo te puede. Por delante de mí se van sucediendo todos los acontecimientos de mi vida, desde mi nacimiento, hasta el momento en que ha entrado aquí, que es cuando he dejado de vivir.
He entrado para una operación que se presumía simple, pero todo se ha complicado, la simplicidad se esfumó y, ahora, viene una respuesta letal. Desde luego, se demuestra que había más de lo que se veía en las pruebas previas. Al fin llega mi esposa, la sonrío, no quiero que sepa nada, por lo menos ahora. Me pregunta acerca de lo que ha dicho el médico, le digo que todo va bien. Se sienta y sigue leyendo la revista que dejó en la silla. Pero al rato, pasan las auxiliares diciendo a todos los acompañantes que se marchen, y dejen las habitaciones vacías, porque es el momento en que ellas tienen que llevar a cabo todas las actuaciones para limpiar la habitación, curar las heridas, lavar a los enfermos, cambiar las camas. Son tres horas, ciento ochenta minutos, de enfermos y profesionales de la medicina.
Me quedo en la cama, miro los aparatos, las agujas, las gomas, y pienso que si las quitara todas a la vez, esta agonía se acabaría antes. Pero puede ser una cobardía. También pueden estar equivocados los médicos, y pueda salir adelante, pero, desgraciadamente, casi nunca yerran en sus diagnósticos, sobre todo si son desfavorables.
Aquí y ahora me vienen una y mil reflexiones acerca de lo que he hecho, y de lo que me han hecho, porque lo que ahora puedo hacer o quiera hacer, que ya no es casi nada, no tiene sentido alguno. En estos momentos, uno no sabe en qué realmente pensar, porque lo que parece es que no hay nada que pensar, ya que está todo vendido. Lo único que te viene a la cabeza, qué es lo que vas a dejar aquí, hay cosas que tenía que haber hecho, pero el plazo ya ha acabado y, si no, ya da igual. Otras veces pienso qué es lo que dirán de mí cuando ya no esté, cuando falte, habré sido bueno, habré sido malo, cuantos defectos me sacarán, cuantas virtudes contarán, y una pregunta, ¿cuánto durará mi recuerdo?.
Todo se desmorona, pero ahora es el momento de despertar, mi mujer está, no hay que decir nada, se sienta en su sitio, parece ausente, está a mi lado, pero no ha percibido aún la situación que me encuentro, yo prefiero ser egoísta, y tragármelo yo solo, no puedo ya destrozar la vida de mis seres más cercanos, si les quito diez horas, veinte o treinta de sufrimiento, eso que ganan. Ya llegará el momento, la tensión, la situación, y todo saldrá.
Por la tarde, aún con plena conciencia, con dolores de cabeza que prefiero ahogar, con fiebres que me intentan aplacar, cojo el teléfono y mis amigos, mis conocidos, van recibiendo mi llamada. Es mi particular despedida. Oír la voz de aquellos que me han acompañado es mi mayor satisfacción. Ver la cara y sentir las manos de mis seres más queridos, que están a mi alrededor hace que la felicidad pueda llegar a asomar, aunque sea mínimamente, en estos duros momentos.
Y es que en este punto irreversible, yo no me puedo hundir, no sirve para nada. Todo tiene su fin, para unos antes, para otros después, quizás mejor para unos, algo peor para otros, pero todos nacemos para llegar a este final, irremediable, innegociable, lo único cierto es que unos estarán más tiempo, otros menos, unos se irán sin hacer ruido, otros llamando la atención, unos en paz, otros con sufrimiento.
Pasa la cena, como poco, apenas tengo ganas de comer, pero ante la insistencia de mi mujer hago algo más de esfuerzo; luego, nueva ración de medicinas.
Ya se quedan los pasillos vacíos, solo los enfermos y los acompañantes. Ahí está mi mujer, Paula, que pasará esta noche y no se cuantas más, a mi lado. Quizás la diga que me acompañe alguno de nuestros hijos, tengo cuatro y ya todos son mayores, ella tiene que descansar, tiene que rearmarse, ellos ya son responsables, y yo quiero vivir algunas de mis últimas horas también con ellos.
Me preocupa qué mundo voy a dejar, qué futuro espera a mi compañera, siempre ha estado a mi lado, siempre conmigo, fiándose de mí, yo dirigiendo, ella asumiendo. Cómo se portarán mis hijos, sus hijos, con ella, y lo más preocupante, entre ellos.
Porque los conozco, sé cual es el carácter de cada uno, donde coinciden, y donde chocan; y a sus compañeros de viaje también los conozco; sé donde pueden inclinar la balanza y qué pueden provocar.
Los pinchazos me dicen que tengo algo en la zona del estómago, pero yo cierro los ojos, apoyo la mano en la herida, respiro hondo y sigo. Mi mujer ha cerrado los ojos.
Yo, sin embargo, los tengo abiertos. Ahora reflexiono sobre todo aquello que no he hecho, o más bien, aquello que debería haber llevado a cabo de otra forma.
Aún me arrepiento, y eso me lo llevaré a la tierra que me espera, más pronto que tarde, de no haber hundido a aquel cabrón que me jodió la vida en un momento determinado, y más cuando tuve la oportunidad de hacerlo, de llevarlo a cabo, pero mi conciencia, mi propia personalidad, le dejó libre. Hoy estaría hasta orgulloso y mi paso por este mundo hubiera dejado huella, pero me voy como vine, sin hacer ruido.
Hay veces que he tenido un deseo casi irrefrenable de haber hecho daño a aquel que se lo mereciera, que, la verdad, me he cruzado con unos cuantos a lo largo de la vida, que han dejado un reguero de odio, de malas artes, de guerras abiertas. Hasta, a veces, he pensado llegar hasta el final, hoy me iría hasta feliz, pero ya es tarde.
La pena puede llegar a matarme antes de lo que yo quisiera, cuando me viene a la mente aquel hermano, Benito, con el que no me hablo hace años. Ya, pasado el tiempo, ni me acuerdo cuál fue el origen, pero lo que si sé es que nadie ha hecho nada por solucionar esta situación, y tanta culpa podemos tener los dos implicados, como aquellos que nos rodean, ya que tengo más hermanos, que, por cobardía, por pasotismo, por ser unos gilipollas, han rehuido solucionar la situación. Espero poder verle antes de que me vaya o, al menos, sentir su presencia en mi despedida. Mi corazón descansaría en paz.
La noche sigue avanzando, cierro los ojos, el dolor parece bajar la intensidad, el gotero medicalizado hace sus efectos, al menos un par de horas cierro los ojos. La vida pasa delante de mí, mi madre, mi padre, mi antiguo pueblo, mi niñez, mi primer amor, el momento en que conocí a Paula, lo vivido con ella, mi paternidad, mi momento de madurez, mis hijos creciendo, mi vida avanzando, mi primer nieto, Alberto, que constituyó mi gran felicidad. Todos momentos felices.
Me arrepiento, me culpo, de no haber sido todo lo buen padre que debiera. Cierto es que he trabajado mucho y duro, he bregado bastante, pero mis hijos, nunca o casi nunca han notado mi cariño, mi compañía, siempre mantuve las distancias, tenía demasiadas cosas en la cabeza, demasiada autoridad, poco raciocinio. Sin embargo, sus hijos, mis nietos, han recibido todo aquello que ellos no recibieron.
Si algo me hunde es que no voy a poder disfrutar más de mis nietos, de los que hoy están, de los que seguramente podrán venir, de su crecimiento, de sus logros, de sus celebraciones; no voy a estar ahí, en primera fila, pero, al menos, espero poder seguir siendo testigo desde donde quiera que esté.
Porque, ante la puerta de mi despedida, no sé verdaderamente dónde me conduce este adiós, que habrá ahí detrás, que me espera; habrá algo, o, simplemente, me apagaré y ya está. Algo más metafísico, puedo llegar a pensar que mi esencia, mi ser, llegará a algún ser que se incorpore a este mundo cuando yo salga.
Ojalá hubiera dicho a alguno de mis hermanos, en el momento oportuno, lo que pensaba de él, o de ella, lo que estaba haciendo mal, lo que debería mejorar, pero no, no lo hice, y provoqué, con ello, que las relaciones, aunque mantenidas, siempre fuesen frías, siempre estuvimos cerca, siempre estuvimos lejos. Un hilo muy fino mantenía nuestra aparente normalidad.
Cuando he tomado decisiones, nunca he llegado a calibrar sus consecuencias, y, a veces, más de una, más de dos, he causado verdaderos problemas, verdaderas angustias en mis seres más próximos, y esto ha generado un poso, una costra, que no se ha quitado nunca de forma definitiva, y, hoy, esa quemazón, agota mi alma, mi ser.
Mi falta de valor, de determinación, ha provocado que, más de una vez, proyectos que tenia, proyectos que iniciaba, nunca llegaran a culminarse, y hoy, en las puertas del abismo, estoy recordando, por ejemplo, aquel libro que nunca llegué a concluir, que no terminé, no por pereza, que siempre podría haber algo, sino más bien por temor al fracaso, al ridículo. Nunca comprendí que un no podría ser un momento importante, el que me diera las fuerzas necesarias para mejorar y sacar adelante otros retos que imaginé, pero que nunca puse en práctica, y esto ha sido motivo de una vida marcada por el temor, por la frustración; hoy hubiera dejado un legad importante, al menos para mi familia, y quizá, hubiese adquirido algo de fama, quién sabe, pero lo que si sé es que, por mis miedos, mis dudas, mis temores, no lo llegué a hacer.
Siempre se dice que uno tiene muchas cosas que hacer antes de abandonar este mundo, y que, por ello, nunca se tiene tiempo para irse, pero lo cierto, por la experiencia que me está asaltando en este momento, es que eso no vale para nada, el día que llega la guadaña y te arranca de este mundo, no pregunta qué te falta por hacer, qué más tienes que hacer, te lleva y se acabó, sin preguntas, sin esperas. Tu podrás echar en falta no haber hecho algunas cosas, el haber realizado otras de manera distinta, pero cuando sientes el brazo que tira de ti, para llevarte, todo carece de valor.
Vuelvo a cerrar los ojos, han pasado algunos minutos, hasta una hora, abro los ojos, llega la mañana. Cada vez estoy más cansado, los ojos se van rindiendo, no estoy despierto más de tres minutos, enseguida caigo, pero mi mujer sigue ahí. Los ojos cada vez más tiempo cerrados, el corazón se siente latir cada vez más despacio, la respiración va costando cada vez más, mi habla va desapareciendo. Alargo la mano, buscando la de Paula, la encuentro. Mis ojos se abren, veo a mis hijos, serios, poco animosos los veo, ya lo saben, alguien se lo ha dicho. Mi final está próximo a llegar. Noto sus manos. Noto sus besos, mis ojos descargan alguna lágrima, no tienen fuerza ni para salir. Un pinchazo siente mi brazo. Ya voy cerrando los ojos, que no volveré a abrir, se acabó todo. Inicio el viaje de despedida. Atrás mis hijos, mi mujer, mis nietos, mis amigos, hermanos, mi vida, sonrisas, alegrías, felicidad. La luz al final, la puerta se abre, el final está ahí.

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