El tren transitaba por los raíles
de forma monocorde, el traqueteo en los vagones se dejaba notar al pasar por
las nuevas vías. La noche era dominante; una luna redonda, blanca, brillante,
iluminaba el firmamento.
El
tren se desvía por la antigua vía, casi en desuso, y la locomotora se para,
detiene su estridente ruido, el motor deja de sonar. Las luces se vienen abajo.
Todo es intranquilidad por la incertidumbre del suceso. Alguna voz se deja oír,
algún grito se lanza al aire. “¿Qué pasa?”, vocifera uno. Al instante sube un
hombre de uniforme. Vagón por vagón, cuenta lo mismo: una avería en el sistema
eléctrico ha obligado a detener al convoy y se desconoce el alcance real de la
misma. No se sabe aún la solución a tomar, ya que todo depende de la
importancia del percance, y tampoco se conoce cuándo se dará la solución
definitiva, dadas las horas que son.
La
gente baja paulatinamente del tren. Al menos, es verano, y aunque son casi las
tres de la madrugada, se puede estar a la intemperie. A los pocos minutos, las
luces de la vieja estación ya están encendidas. Parece ser mucho más temprano
por la animación existente. Al instante, la cantina se pone a funcionar,
recogiendo a todos los viajeros que han sufrido el contratiempo.
Estoy aún
ligeramente dormido. El Jefe de Estación me despierta, me incorporo, me cuenta
lo sucedido, busco mi libro, lo encuentro, se halla caído en el suelo. El sueño
me venció y la lectura se detuvo. Toda la historia, con sus sentimientos,
matices, escapó de mis manos y besó la dura tarima del vagón. Lo cojo e,
instintivamente, hojeo las páginas. Las letras siguen en su sitio, supongo que
la historia también.
Aún
adormilado, sin saber reaccionar ante todo lo sucedido, recojo mi pequeño bolso
de viaje y me apeo; cuando pongo el pie en el andén me recibe una ligera brisa.
El cartelón azul que anuncia el nombre del pueblo recoge un topónimo, cuya
lectura provoca en mí una sensación entre la incredulidad y la violencia: SAN
ESTEBAN DE MIRRA. El pueblo del que salí hace ya unos años, y al que prometí no
volver. No sabía que este tren pasara por aquí.
Pregunto
al jefe de estación, muy contrariado, excitado, por qué ha parado en este
pueblo. Me dice que dada la avería sufrida por el convoy, y las horas que son,
era la única alternativa. Maldigo en voz alta mi suerte, tiro el bolso al
suelo, pisoteo el libro. La perplejidad de los viajeros que están en el andén
aumenta por momentos. Un hombre mayor se acerca con la intención de
tranquilizarme, me agarra del brazo, me zafo de él, cojo el libro, lo limpio un
poco, lo guardo en el bolso, y me marcho hacía el final del andén, donde la luz
apenas existe, junto al silo que domina la estación, completamente abandonado.
El aire vuelve a visitar mi cara. Respiro profundamente, miro al cielo, las
estrellas brillan.
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Accedo
al hall de la estación, me acerco a la puerta que conecta con el exterior,
agarro la manilla de la puerta, que me separa del pueblo, de mi pasado, de los
sentimientos que allí dejé. Me quedo unos segundos estático, no estoy decidido,
un sudor frío recorre mi frente, mis brazos, mis manos. Al fin abro la puerta.
Un nuevo soplo de aire me recibe. Miro al frente, a los alrededores, al
firmamento.
El
paseo que conduce a la estación y que comunica con el pueblo, se halla
completamente desierto. Todos los bares ya han cerrado. Los escaparates
permanecen dormidos, no hay luz. Algún coche se ve pasar por las calles
transversales. El reloj de la torre marca las horas, da tres campanadas. Una
luz que emana de la ventana de uno de los edificios que mira hacia la estación
guiña a la oscuridad. Poco a poco los recuerdos llaman a mi cabeza. Todo es una
vorágine de acontecimientos. Hay que ordenarlos.
Al
final del paseo, tras cruzar la calle, se encuentra el Parque del Sol. Su
aspecto difiere de aquél que yo conocí.
Las pequeñas barandillas existentes, que jugaban a ser un cercado, han dado
paso a un pequeño murete, de algo más de un metro de altura, y una valla sobre
él. Una puerta cerrada con un candado impide el acceso al interior del mismo.
Me siento en uno de los bancos que hay junto a la puerta. Cierro los ojos. El
aire manda una nueva bocanada. Me llegan los olores, las palpitaciones, de
aquel momento en que en uno de los bancos que miraba a la Fuente de los Tres
Caños, con la luz tenue de los faroles, puse mis labios en los de Raquel, la
mujer que dio sentido a mi vida durante aquellos años. El sabor fresco de sus
labios lo paladeo en estos instantes. La abandoné para no hacerla daño, una
fría tarde, al dejarla en su casa, y huí hacia otro lugar.
Raquel
fue una lección en mi vida. Me enseñó el verdadero sentido de la amistad
primero, del amor después, de la pasión más tarde. Toda ella rebosaba
vitalidad, energía, ganas de luchar. Yo nunca estuve a su altura. Era, como aún
me considero que lo soy, un chico timorato, apocado, con poca, por no decir
ninguna, iniciativa. Tan sólo tomé una decisión, y siempre me arrepentiré, mi
evasión de un mundo que se presentaba placentero y feliz. Abro los ojos, la veo
venir hacia mí, me levanto, voy a su encuentro. Las ramas del pequeño arbusto
dejan de moverse. Mi corazón se desasosiega.
Sigo
andando, y al incorporarme a la siguiente calle, me encuentro con el bar donde
entablamos interminables conversaciones; más bien la escuchaba hablar, nunca
una voz me pareció más agradable que aquella y los pensamientos más importantes
que los que expresaba Raquel. Me acerco. Ya no es igual. Ha cambiado de nombre,
antes era “Sajonia”, hoy se llama “La almadraba”. Su aspecto exterior ha
cambiado. La pintura verde de la fachada ha sido sustituida por un zócalo de
piedra y una pintura clara. Me acerco al ventanal que da a la calle, hasta por
dentro es diferente. Miro hacia el rincón de nuestros encuentros, ya no está la
mesa, en la pared existe una diana. Mi corazón parece querer salirse del pecho.
Me apoyo sobre la pared. No miro a ningún sitio en concreto, y me vienen a la
memoria sus manos, su cara, sus ojos de un verde intenso y su belleza.
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La
vieja tienda de chucherías, que visitábamos frecuentemente, dejó de existir.
Ahora hay un nuevo edificio, y en su planta baja una oficina bancaria. Sigo,
deambulando por el pueblo. Diez años lo han transformado. Sin querer, los pies
me llevan al río Mirra, escenario en el que vivimos importantes encuentros.
La
arboleda que antes adoraba al río, en cada una de sus orillas, ha dado paso a
los paseos y parterres, con bancos y árboles. Busco el árbol donde dejamos
nuestras iniciales grabadas. Lo encuentro. Al menos, un testigo de nuestra
historia sigue en pie. Toco el relieve de las letras, las acaricio, al rozar me
corto en un dedo, la sangre brota. Mi boca intenta contener la hemorragia. El
sabor de la herida me hace recordar nuestra primera vez, nuestro primer
encuentro. Algo inolvidable.
¿Por
qué me fui?, ¿por qué no me quedé a su lado?, ¿qué me empujó a no permanecer
con ella?, mi propio miedo acabó con aquella historia. ¿Seguirá aquí?, ¿qué
pensará si me viera?, ¿cómo reaccionaría?, saco un cigarro, me siento frente al
río, sobre el césped. El sonido de la corriente serena mis memorias, mis
recuerdos. Yo no fumaba. Hasta eso ha cambiado.
Llego
frente al edificio en el que vivía Raquel, me quedo en la acera, miro las ventanas
de su casa. Las persianas bajadas. No hay luz, estarán todos dormidos, Don
Aurelio, su padre, Doña Antonia, la madre; sus hermanos; pero, y ella ¿vivirá
aún en esta casa?, Me acerco a la puerta, a los botones del portero automático,
tercero A; quiero, pero no puedo tocar el timbre ¿Y si ya no viven ahí?, ¡Qué
ridículo!, huyo de allí. Tomo otras calles, transito otros lugares, tengo la
sensación de encontrarme extraviado, así que empiezo a dar vueltas por todos
los sitios, buscando alguna referencia que me haga llegar a la estación, antes
que parta el ferrocarril.
Cada
calle respira su aroma, cada vía tiene su alma, cada parte del pueblo es un
recuerdo junto a ella. “Clínica dental Raquel Borja Feliú – 1º B”, dice un
cartel blanco y verde que me asalta la vista en la calle Federico García Lorca.
Sigue aquí, o al menos en este pueblo. No tenía claro su futuro. En el cartel
se recoge un teléfono, lo anoto en la primera página del libro, junto a una R,
con mi bolígrafo azul. ¿Qué hacer? No lo pienso más.
El
convoy sigue su marcha, imparable. Me despierto, sobresaltado, con sudor en la
cara, a pesar de que el aire acondicionado suaviza los rigores del calor
exterior. Busco el libro, lo abro por la primera página “R – 874-22-22-43”, en
color rojo; ahí está el teléfono. Arranco la hoja, la doblo en cuatro partes, y
la meto en el bolsillo de mi camisa.
La luz del día
empieza a asomar por las ventanas del tren. El sol va ganando sitio. Me levanto
y me dirijo hacia la cafetería. Por un momento dudo de la existencia de la
avería y, por lo tanto, de la historia. Pregunto a un viajero que hay a mi lado
en el bar. “Yo me subí en San Juan, desconozco si hubo avería, traía tan solo
quince minutos de retraso”, me contesta.
Una vez
termino mi café, me dirijo de nuevo a mi asiento. En el pasillo del vagón, hay
una ventana abierta, me asomo, miro hacia el horizonte. Saco la hoja con el
número de teléfono y la arrojo al vacío. Entierro definitivamente mi historia.
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