miércoles, 13 de marzo de 2013

LA AVERIA


El tren transitaba por los raíles de forma monocorde, el traqueteo en los vagones se dejaba notar al pasar por las nuevas vías. La noche era dominante; una luna redonda, blanca, brillante, iluminaba el firmamento.
El tren se desvía por la antigua vía, casi en desuso, y la locomotora se para, detiene su estridente ruido, el motor deja de sonar. Las luces se vienen abajo. Todo es intranquilidad por la incertidumbre del suceso. Alguna voz se deja oír, algún grito se lanza al aire. “¿Qué pasa?”, vocifera uno. Al instante sube un hombre de uniforme. Vagón por vagón, cuenta lo mismo: una avería en el sistema eléctrico ha obligado a detener al convoy y se desconoce el alcance real de la misma. No se sabe aún la solución a tomar, ya que todo depende de la importancia del percance, y tampoco se conoce cuándo se dará la solución definitiva, dadas las horas que son.
La gente baja paulatinamente del tren. Al menos, es verano, y aunque son casi las tres de la madrugada, se puede estar a la intemperie. A los pocos minutos, las luces de la vieja estación ya están encendidas. Parece ser mucho más temprano por la animación existente. Al instante, la cantina se pone a funcionar, recogiendo a todos los viajeros que han sufrido el contratiempo.
Estoy aún ligeramente dormido. El Jefe de Estación me despierta, me incorporo, me cuenta lo sucedido, busco mi libro, lo encuentro, se halla caído en el suelo. El sueño me venció y la lectura se detuvo. Toda la historia, con sus sentimientos, matices, escapó de mis manos y besó la dura tarima del vagón. Lo cojo e, instintivamente, hojeo las páginas. Las letras siguen en su sitio, supongo que la historia también.
Aún adormilado, sin saber reaccionar ante todo lo sucedido, recojo mi pequeño bolso de viaje y me apeo; cuando pongo el pie en el andén me recibe una ligera brisa. El cartelón azul que anuncia el nombre del pueblo recoge un topónimo, cuya lectura provoca en mí una sensación entre la incredulidad y la violencia: SAN ESTEBAN DE MIRRA. El pueblo del que salí hace ya unos años, y al que prometí no volver. No sabía que este tren pasara por aquí.

Pregunto al jefe de estación, muy contrariado, excitado, por qué ha parado en este pueblo. Me dice que dada la avería sufrida por el convoy, y las horas que son, era la única alternativa. Maldigo en voz alta mi suerte, tiro el bolso al suelo, pisoteo el libro. La perplejidad de los viajeros que están en el andén aumenta por momentos. Un hombre mayor se acerca con la intención de tranquilizarme, me agarra del brazo, me zafo de él, cojo el libro, lo limpio un poco, lo guardo en el bolso, y me marcho hacía el final del andén, donde la luz apenas existe, junto al silo que domina la estación, completamente abandonado. El aire vuelve a visitar mi cara. Respiro profundamente, miro al cielo, las estrellas brillan.
Me incorporo poco a poco, algo asustado y parado. Me dirijo lentamente a la cantina. Todo el gentío que allí se congrega me hace desistir del intento de permanecer en la misma. Compro un refresco de la máquina que hay a la puerta del bar. Me dirijo a las oficinas de la Estación y le pregunto al jefe, un poco avergonzado por mi comportamiento anterior, sobre la duración de la avería: “Tardaremos unas tres horas más o menos”, me contesta de forma lacónica.
Accedo al hall de la estación, me acerco a la puerta que conecta con el exterior, agarro la manilla de la puerta, que me separa del pueblo, de mi pasado, de los sentimientos que allí dejé. Me quedo unos segundos estático, no estoy decidido, un sudor frío recorre mi frente, mis brazos, mis manos. Al fin abro la puerta. Un nuevo soplo de aire me recibe. Miro al frente, a los alrededores, al firmamento.
El paseo que conduce a la estación y que comunica con el pueblo, se halla completamente desierto. Todos los bares ya han cerrado. Los escaparates permanecen dormidos, no hay luz. Algún coche se ve pasar por las calles transversales. El reloj de la torre marca las horas, da tres campanadas. Una luz que emana de la ventana de uno de los edificios que mira hacia la estación guiña a la oscuridad. Poco a poco los recuerdos llaman a mi cabeza. Todo es una vorágine de acontecimientos. Hay que ordenarlos.
Al final del paseo, tras cruzar la calle, se encuentra el Parque del Sol. Su aspecto  difiere de aquél que yo conocí. Las pequeñas barandillas existentes, que jugaban a ser un cercado, han dado paso a un pequeño murete, de algo más de un metro de altura, y una valla sobre él. Una puerta cerrada con un candado impide el acceso al interior del mismo. Me siento en uno de los bancos que hay junto a la puerta. Cierro los ojos. El aire manda una nueva bocanada. Me llegan los olores, las palpitaciones, de aquel momento en que en uno de los bancos que miraba a la Fuente de los Tres Caños, con la luz tenue de los faroles, puse mis labios en los de Raquel, la mujer que dio sentido a mi vida durante aquellos años. El sabor fresco de sus labios lo paladeo en estos instantes. La abandoné para no hacerla daño, una fría tarde, al dejarla en su casa, y huí hacia otro lugar.
Raquel fue una lección en mi vida. Me enseñó el verdadero sentido de la amistad primero, del amor después, de la pasión más tarde. Toda ella rebosaba vitalidad, energía, ganas de luchar. Yo nunca estuve a su altura. Era, como aún me considero que lo soy, un chico timorato, apocado, con poca, por no decir ninguna, iniciativa. Tan sólo tomé una decisión, y siempre me arrepentiré, mi evasión de un mundo que se presentaba placentero y feliz. Abro los ojos, la veo venir hacia mí, me levanto, voy a su encuentro. Las ramas del pequeño arbusto dejan de moverse. Mi corazón se desasosiega.
Sigo andando, y al incorporarme a la siguiente calle, me encuentro con el bar donde entablamos interminables conversaciones; más bien la escuchaba hablar, nunca una voz me pareció más agradable que aquella y los pensamientos más importantes que los que expresaba Raquel. Me acerco. Ya no es igual. Ha cambiado de nombre, antes era “Sajonia”, hoy se llama “La almadraba”. Su aspecto exterior ha cambiado. La pintura verde de la fachada ha sido sustituida por un zócalo de piedra y una pintura clara. Me acerco al ventanal que da a la calle, hasta por dentro es diferente. Miro hacia el rincón de nuestros encuentros, ya no está la mesa, en la pared existe una diana. Mi corazón parece querer salirse del pecho. Me apoyo sobre la pared. No miro a ningún sitio en concreto, y me vienen a la memoria sus manos, su cara, sus ojos de un verde intenso y su belleza.
Cuatro golpes de campana suenan en la iglesia. Sigo mi paseo, mi tránsito por una historia que me dejó huella y que hoy parece reclamarme.
La vieja tienda de chucherías, que visitábamos frecuentemente, dejó de existir. Ahora hay un nuevo edificio, y en su planta baja una oficina bancaria. Sigo, deambulando por el pueblo. Diez años lo han transformado. Sin querer, los pies me llevan al río Mirra, escenario en el que vivimos importantes encuentros.
La arboleda que antes adoraba al río, en cada una de sus orillas, ha dado paso a los paseos y parterres, con bancos y árboles. Busco el árbol donde dejamos nuestras iniciales grabadas. Lo encuentro. Al menos, un testigo de nuestra historia sigue en pie. Toco el relieve de las letras, las acaricio, al rozar me corto en un dedo, la sangre brota. Mi boca intenta contener la hemorragia. El sabor de la herida me hace recordar nuestra primera vez, nuestro primer encuentro. Algo inolvidable.
¿Por qué me fui?, ¿por qué no me quedé a su lado?, ¿qué me empujó a no permanecer con ella?, mi propio miedo acabó con aquella historia. ¿Seguirá aquí?, ¿qué pensará si me viera?, ¿cómo reaccionaría?, saco un cigarro, me siento frente al río, sobre el césped. El sonido de la corriente serena mis memorias, mis recuerdos. Yo no fumaba. Hasta eso ha cambiado.
Llego frente al edificio en el que vivía Raquel, me quedo en la acera, miro las ventanas de su casa. Las persianas bajadas. No hay luz, estarán todos dormidos, Don Aurelio, su padre, Doña Antonia, la madre; sus hermanos; pero, y ella ¿vivirá aún en esta casa?, Me acerco a la puerta, a los botones del portero automático, tercero A; quiero, pero no puedo tocar el timbre ¿Y si ya no viven ahí?, ¡Qué ridículo!, huyo de allí. Tomo otras calles, transito otros lugares, tengo la sensación de encontrarme extraviado, así que empiezo a dar vueltas por todos los sitios, buscando alguna referencia que me haga llegar a la estación, antes que parta el ferrocarril.
Cada calle respira su aroma, cada vía tiene su alma, cada parte del pueblo es un recuerdo junto a ella. “Clínica dental Raquel Borja Feliú – 1º B”, dice un cartel blanco y verde que me asalta la vista en la calle Federico García Lorca. Sigue aquí, o al menos en este pueblo. No tenía claro su futuro. En el cartel se recoge un teléfono, lo anoto en la primera página del libro, junto a una R, con mi bolígrafo azul. ¿Qué hacer? No lo pienso más.
El convoy sigue su marcha, imparable. Me despierto, sobresaltado, con sudor en la cara, a pesar de que el aire acondicionado suaviza los rigores del calor exterior. Busco el libro, lo abro por la primera página “R – 874-22-22-43”, en color rojo; ahí está el teléfono. Arranco la hoja, la doblo en cuatro partes, y la meto en el bolsillo de mi camisa.
La luz del día empieza a asomar por las ventanas del tren. El sol va ganando sitio. Me levanto y me dirijo hacia la cafetería. Por un momento dudo de la existencia de la avería y, por lo tanto, de la historia. Pregunto a un viajero que hay a mi lado en el bar. “Yo me subí en San Juan, desconozco si hubo avería, traía tan solo quince minutos de retraso”, me contesta. 
Una vez termino mi café, me dirijo de nuevo a mi asiento. En el pasillo del vagón, hay una ventana abierta, me asomo, miro hacia el horizonte. Saco la hoja con el número de teléfono y la arrojo al vacío. Entierro definitivamente mi historia.

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