
El sol había decidido mitigar el implacable acoso que
sobre el asfalto sometía a todo aquel que se atrevía a salir a la calle. Las
sombras eran espacios privilegiados, el sudor resbalaba por los cuerpos, el
frescor de una bebida, inmersa en hielo, reducía, por momento, la sensación
térmica, el calor.
Era sábado, por la tarde, y por haber estado toda la
jornada metido en casa, bajo las cuatro paredes de mi vivienda, al refugio de
la implacable solanera, ahora no tenía otra opción que la de tener que salir a
comprar, porque si no, el fin de semana iba a tener pocas vituallas en la
nevera con las que poder hacer frente a toda la semana, porque, debido a mi
jornada laboral, larga, intensa, por mor de una decisión más que cuestionable,
tanto desde el punto de vista legal, como moral, de mi excelso jefe, entre
semana me era imposible hacer las compras que debía hacer. Y solo los sábados,
debido a la amplitud de horarios de los centros comerciales y supermercados, me
permitían hacer la compra con más tranquilidad, pero claro, esa tranquilidad se
tornó ansiedad, ya que las horas iban cayendo en el reloj, y yo sin hacer el
acopio.
Ahora era el momento, no había excusas, debía hacerlo,
debía salir a realizar el aprovisionamiento, y tras una ducha, con la que salí
algo más fresco, me puse ropa de bonito, y salí a la calle. Allí estaba mi
vehículo, debajo de unos árboles, me daba pena moverlo ahora, porque este
espacio que daba la espalda al sol, sería rápidamente ocupado por otra persona,
que colocaría su automóvil en el lugar. Pero es lo que tocaba en este momento,
intentaría, después, aparcar en otro lugar que también ofreciera resguardo
del Lorenzo en las horas más intensas de la jornada. Eso sería otra batalla.
El coche, a pesar de estar en la sombra, era un buen
receptor de calor, y el interior olía a calor, a temperatura alta, a una
sensación que te impregna de sudor, según te metes en él. Así que lo primero,
arrancar el coche y activar, prioritariamente, el aire acondicionado, a máxima
potencia, buscando refrescar, a la mayor velocidad posible el interior. Pero lo
que se recibe nada más empezar es un fogonazo, un golpetazo de aire caliente,
que sacude todo el habitáculo. Después, poco a poco, el aire frío va saliendo,
las manos se ponen junto a la rejilla del aire buscando ese frescor, que no
frío, que vaya relajando la situación. Ya parece que el coche se va enfriando,
cojo un pañuelo y limpio el sudor que corre por mi frente, abandonando el
aparcamiento, lanzándome a la lengua de asfalto que me ha de llevar al Centro
Comercial, al Supermercado. Casi ningún vehículo transita a estas horas por las
calles, la localidad está recogida en las casas, en la sombra. Otros han
buscado el solaz y la relajación de la piscina, donde el agua de la gran bañera
ayudará a relajar la sensación de esa alta temperatura que está machacando en
estos días a la zona. Desde luego, calor, lo que se dice, calor, un montón el
que hace.
Llegada al Centro Comercial, y lo primero, lo
primordial, aparcar el coche en un sitio que esté a a la sombra, una ardua
tarea, una epopeya; los aparcamientos techados están atiborrados, los que dejan
al sol que actúe en toda su plenitud, algunos, los menos, ocupados, otros, los
más, vacíos. Queda una única opción, entrar al parking subterráneo del
supermercado, allí, por lo menos, el sol no ataca, aunque queda otra odisea,
que es la de aparcar en su interior, es estrecho, es complicado, y estará
lleno; pero, al fin y al cabo, tengo un coche pequeño y eso me debe permitir
hacerlo. El letrero de entrada al parking dice que hay plazas libres, pues
mira, eso está bien. Allí accedo con el coche, no tengo que realizar muchas
maniobras, y encuentro un aparcamiento no muy complejo a la hora de salir.
Tras colocar el vehículo, y coger el carro, que debo
llenar, ya estoy preparado para la otra aventura de la tarde, encontrar todo
aquello que necesito y no adquirir demasiadas cosas, poco necesarias, aunque
eso será otra historia.
Al menos, esta tarde, a esta hora, el supermercado
tiene poca gente en sus pasillos, así que podré ir más rápido, aunque también
es cierto que hay cosas que han desaparecido, que esta mañana seguramente
estaban y esta tarde, ya no existen, no habrá mercancía para reponer, así que
me quedaré sin algún artículo, si no, haberme espabilado. Queda otra opción,
que mi economía sufriría en exceso, sería la de ir a comprar el supermercado
del centro comercial, al caro, ya veré lo que hago.
Ya he terminado de aprovisionarme de la mayoría de los
productos y alimentos que creo voy a consumir en esta semana. Alguno, como casi
siempre, faltará, si no cuando llegue a casa me daré cuenta. Si fueramos
perfectos, que rollo de vida.
Tras pagar, mejor no mirar el importe, porque el
golpetazo al alma puede ser casi mortal, firmo el recibo, para que lo cobren a
través del banco, y les hagamos un poquito más rico a estos sinvergüenzas
estafadores. Salgo con el carro, todo embolsado, todo con plásticos, cajas,
todo bien ordenadito, buscando el ascensor, que me lleva a la planta sótano,
donde están todos los vehículos metidos, colocados, entre columnas, algunos no
sé como se han llegado a meter en esos espacios tan reducidos, los hay que son
unos máquinas. Otros coches dudo que se puedan sacar de allí.
Con todo colocado en el maletero, ya puedo salir del
aparcamiento, paso por la barrera, meto la tarjeta que me dan para tal
menester, se levanta la prohibición de salir, y adelante, subo la rampa, la
oscuridad, mitigada por la luz artificial da paso al fogonazo de la luz
natural, del brillo del sol, bajada de la visera del coche, colocación de las
gafas de sol, y ya estoy en la superficie, en la tierra, parada en la meseta de
salida, mirada a ambos lados, pasa un vehículo, y, después salgo yo. Abandono
el Centro Comercial, no me he parado en ninguna tienda más, no me apetece,
tengo ganas de volver a meterme en casa, de guardar toda la compra, de colocar,
y luego a cenar con los amigos.
Tras las diversas revueltas que hay que coger, de las
salidas y entradas, de los giros y paradas, ya estoy en la carretera que me
lleva a mi pueblo, a mi casa. Salida 23, San Martín de los Infantes, ese es mi
pueblo, por aquí me tengo que salir, señalización con el intermitente, y estoy
saliendo de la autovía, de la deshumanización, y marcho para mi casa. Accedo
por la calle del General Arjona, antigua carretera de salida, hoy llena de
edificios, una calle más del pueblo, giro a la derecha, ya estoy en lo que es
mi pueblo, el de toda la vida, alguna persona se está dejando ver, algún
valiente hay que va desafiando las altas temperaturas, a la canícula. Los
dueños de los bares empiezan a colocar las mesas de las terrazas que esta noche
esperan llenar. Los manguerazos de agua buscan refrescar un poco más el lugar.
Ya me estoy acercando a mi vivienda. Semáforo en rojo, toca esperar, no pasa
ningún coche, ya se pone en rojo los de la Avenida principal, pero el mío no se
cambia de color, ¿qué pasará?, espero un poco, y, al final, mirando, y viendo
que no viene nadie, ya que se encuentran detenidos delante de su semáforo,
decido salir; seguramente que con el calor que hace hasta se ha quemado el
circuito, y ahí se ha quedado, en rojo; o lo arreglan pronto, o esto se puede
convertir esta noche en un caos.
Próximo cruce y giro a la derecha, para llegar a mi
domicilio. Llego al cruce, giro a la derecha, pero no puedo avanzar, “calle
cortada por obras”, qué raro, si en esta calle no hay ninguna obra, al menos
que yo sepa, a no ser que en estas dos horas que casi llevo fuera haya pasado
algo. Bueno, buscaré otra ruta alternativa; otra calle cortada por obras, y
otra, y así todas las que llevan a mi vivienda, ¿qué ocurrirá? Hastiado, cansado
de dar vueltas, decido aparcar el coche en una calle, un poco distanciada, eso
sí, de mi vivienda, pero bueno. Cojo en una bolsa las cosas que no se pueden
dejar en el coche, porque con el calor se estropearían, y ya vendré a por el
resto con el carro que mi madre se empeñó que me trajera, y que hoy me vendrá
de perlas. Avanzo por la calle, ahí está la valla, la traspaso, no veo ninguna
obra, pero tampoco veo a nadie, para, al menos, preguntar por esta situación.
Al menos, los edificios me evitan el contacto directo con el astro rey, y puedo
ir por la sombra, reduciendo el esfuerzo que estoy haciendo.
Llegada al Parque del Baluarte, al otro lado está mi
casa, mi morada. Cruzar este parque es entrar en una zona con la sensación
térmica más atemperada. Los árboles, frondosos, las fuentes, los caminos de
tierra, todo hace que sea más liviana la temperatura. Salgo por la puerta “C”,
ya estoy en la acera, pero, ¿qué pasa?
Aquí ocurre algo gordo, porque NO ESTÁ MI CASA. Miro
para todos los lados, ahí está el Bar “Condesita”, la farmacia, en la manzana
de la derecha, en la de la izquierda, la sucursal bancaria, miro para atrás, es
el parque que yo siempre veo desde mis ventanas. Ando un poco hacia la Estatua
de San Martín, todo es lo que yo conozco, todo está en su sitio, e inicio la
marcha hacia abajo, sin perder detalle de cada uno de los edificios. El nombre
de la calle es el de la mía, calle del Baluarte, voy mirando los números, todos
van coincidiendo. Llego al 24, el número de mi portal, miro hacia el edificio.
La pared, que antes era blanca, ahora tiene tonos azulados, en vez de tres
alturas, hay seis. Esto es una locura.
No veo a ningún vecino, no conozco a ninguno de los
pocos transeúntes que van por la calle, a ver si me está trastornando el calor,
y me está haciendo ver alucinaciones. Enfrente de la puerta no hay
aparcamientos, solo está la fachada del parque, si antes había una zona
reservada para vehículos. Y ahora, ¿qué hago?
Vuelvo a cruzar la calle, y me meto en el parque, a
sentarme en uno de los bancos. Abro la bolsa, y saco uno de los helados. Al
menos, antes que se estropeen, voy a intentar aprovecharlo. Cojo un cucurucho,
que es como yo siempre lo he llamado, nada de mariconadas de cono, eso es muy
fino. Me lo como, con cierta frugalidad, porque su estado es un poco
estropeado. Después me tomo otro. Ya solo quedan dos en la caja, al menos si
los tengo que tirar que sean pocos.
Solo me queda una opción, es probar si la llave que
llevo entra en la cerradura, y una vez dentro, en caso positivo, ya decidiré.
Así que para allá voy, saco la llave del bolsillo, con más miedo que vergüenza,
me acerco a la oquedad, el macho entra en la hembra. Al menos entra. Agarro el
pomo de la puerta, siempre está dura, hay que hacer un pequeño esfuerzo para que
se abra. Giro de la llave, y ésta… se abre. Toma ya, un primer paso adelante.
Estoy en el rellano del portal, la pintura de siempre,
con ese gotelé amarllento, ha sido sustituida por láminas de mármol, o
imitación de esta piedra. Delante de mí una escalera y a la izquierda, …, ¡¡¡un
ascensor!!! Si este portal no podía meter un ascensor, porque no había hueco, y
en cosa de dos horas, tenemos mármol en las paredes y ascensor. ¿Qué hago, cojo
o no el elevador? Antes de llegar a cogerlo, lo que hago es mirar los buzones,
voy a comprobar que siguen viviendo los mismos vecinos que dejé hace ciento
veinte minutos. Son los mismos, y, observo, con pavor, con terror, que los
dueños de los pisos cuartos, quintos y sextos, son los mismos que los primeros,
segundos y terceros. Esto es alucinante, ahora tenemos dos viviendas cada uno.
Antes de meterme en el montacargas, subo las
escaleras, no me fío de nada. Voy pasando, peldaño a peldaño, con la compra en
mi mano, los rellanos de las plantas son iguales, mira por lo menos eso no ha
cambiado. Llego a la tercera planta, a la mía, y no hay más escaleras de ahí en
adelante, pero, ¿no hay seis plantas? Esto es desconcertante. Entro en mi casa,
todo está en su sitio, el desorden sigue en el mismo lugar, aquí no ha pasado
nada. Guardo todas las cosas en la nevera, antes que se estropeen.
Tengo que bajar a por todo lo que tengo en el coche,
cogeré el carro, y así tardo menos, hago menos viajes. Bajo las escaleras,
vuelvo al rellano de entrada, ahí sigue el ascensor, ahí siguen los mármoles en
las paredes. Decido entrar en el ascensor. Cierro la puerta, se cierra la
puerta de seguridad, puedo estar en este momento atrapado. Doy al botón, a la
planta sexta donde, en teoría hay otra vivienda mía. El ascensor inicia su
marcha, se mueve, ahora la incertidumbre la duda, me asalta. Antes que me ponga
a pensar algo más, llego al final. Salgo del montacargas, y veo que en el
rellano hay unas escaleras, hacia abajo, hacia arriba no hay ninguna. Estoy
delante de la puerta de mi teórica vivienda, hago el mismo movimiento, meter la
llave, entra, giro a la derecha, no va, a la izquierda, si va. Estoy dentro de
la vivienda. Es increíble, es igual que mi casa, pero con una sustancial
diferencia, está todo ordenado, colocado, todos los libros colocados en la
estantería, los papeles bien colocados, la ropa sucia en el cubo, la cocina
ordenada. Miro por la ventana, la misma vista que desde mi otra casa, aunque
desde más altura, lógicamente. Totalmente agobiado por esta situación, que
estoy viviendo, que estoy sufriendo, salgo de la casa, y al salir, respiro
profundamente, y en vez de coger el ascensor, salgo por la escalera. Bajo una
planta, bajo otra planta, cuarto piso, no hay más escaleras hacia abajo, un
muro es con lo que me topo, así que, como no queda otra, decido meterme en el
habitáculo del ascensor, pulso el botón de la planta tercera, la de mi
vivienda, “Planta inexistente”, dice la voz metálica que sale del
ascensor; hago lo mismo con la segunda planta y con la primera, y me dice
exactamente lo mismo, así que decido dar planta baja, y ahí sí. Me lleva a la
planta baja, salgo y me llevo las manos a la cabeza, ¿qué está ocurriendo?,
¿por qué a mí? Me siento en las escaleras, con el carro a mi lado. No sé qué
hacer, salgo a la calle, llamo a los porteros de los vecinos, no hay ninguno,
es inverosímil, somos nueve vecinos y solo estoy yo en el edificio, esto ya es
por demás
Para no
quebrarme más la cabeza decido marchar a por la compra al coche, y, ahora, otra
historia, ahora sí hay aparcamientos, otra vez, en la fachada del parque, y
están todos vacíos. Bueno, bueno, tranquilidad, cruzo el parque, ya estoy
llegando al coche, la temperatura ha bajado bastante, se está de maravilla en
la calle. ¿Qué hago, cojo o no el coche? Sí, lo voy a coger, me voy a
arriesgar, hago el trayecto habitual, no hay ninguna valla puesta, no hay
restos de ninguna obra. Llego al estacionamiento del parque, sigue vacío, dejo
el coche, con recelo, porque es raro que esté vacío, que no haya vehículos,
saco los artículos, los introduzco en el carro y me voy para el edificio.
Entro, ahí sigue el ascensor, el mármol también. El ascensor me vuelve a decir
que las plantas 1, 2 y 3 no existen, así que a subir las escaleras. Algo
agotado, tanto física como mentalmente, me encuentro ya en la puerta de mi
casa, de la real, la de siempre; entro y guardo todas las cosas, las coloco, en
los armarios y me siento en el sofá, cansado, estupefacto, perplejo. Me tomo
una cerveza bien fresquita, y me asomo a la ventana, el aire, leve, que se ha
levantado me refresca la cara, miro hacia el parque, todos los aparcamientos
ocupados. Los vehículos transitan por la calle.
Ya he terminado la cerveza, y vuelvo para el interior
de la vivienda, dejándome caer otra vez en el mullido sofá. Me echo para atrás,
doy un fuerte suspiro, meso mis cabellos, reflexiono, intento digerir lo que ha
ocurrido en este breve espacio de tiempo. No encuentro respuestas fáciles, no
hallo una lógica razonable, pero, al final, después de todo, y antes que me
alcance una cefálea, llego a una conclusión: Al menos, tengo dos viviendas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario