domingo, 26 de mayo de 2013

MEMORIAS OLVIDADAS

La puerta consiguió ceder al impulso definitivo de mi mano. Siempre que la humedad hacía acto de presencia, ésta se agarraba al marco como un novio a su amada, y tan solo la fuerza bruta de un buen golpe, o un empujón, hacía que, finalmente, consiguiera abrirse. 
Allí estaba, dentro de la casa, donde mi padre vivió sus últimos años, en soledad, desde que Benita, su esposa, su compañera, mi madre, le abandonase víctima de aquella cruel enfermedad, que la tuvo postrada en una cama, más de tres largos e inagotables años, en los que mi padre, día tras día, noche tras noche, siempre estuvo a su lado. Su sonrisa cuando se despidió de él, es muestra más que suficiente del agradecimiento y del amor que le profesó por esta entrega sin contrapartida, totalmente altruista. 
Ayer, mi padre, acabó pasando las puertas de una residencia geriátrica. Sus recuerdos, su memoria, iban desapareciendo de su cerebro; por más que quisiera, por más que luchara, todo se olvidaba, nada se recordaba, la propia imagen de su mujer, de su amor, fue desapareciendo paulatinamente, despiadadamente, de su cabeza. 
La imposibilidad de poder atenderle, como él se merece, por todo lo que ha hecho en esta vida, por su incansable entrega, por sus horas y horas peleando en el campo, contra la climatología, quitando horas de su sueño, de estar con nosotros, para poder darnos el futuro que hoy tenemos, ha hecho que tengamos que tomar esta dura decisión. Solamente nos reconforta el saber que será atendido correctamente, que todo aquello que necesite lo tendrá a su alcance. Las visitas no faltarán, siempre estaremos ahí, se lo merece. 
La casa tenía el orden de mi padre, de un hombre, que cuando ya se retiró del campo, cuando dejó la vida rural, y se metió en su casa, con su esposa, gustó de la tranquilidad, de vivir bien, de pasear, de salir, de conocer lugares, siempre con su mujer. Hasta que el discurrir de la vida, le obligó a quedarse en su casa. Se tuvo que hacer cargo de toda la intendencia de la vivienda, no quiso que nadie le ayudase, él debía saber hacerlo y a fe que lo consiguió. Nadie le pudo poner nunca una tacha por algo que le faltase. 
Solo esta lenta condena a la que su cerebro le ha condenado, hizo que se fuera desentendiendo de todo lo que le había caracterizado, pero en los momentos de lucidez, cuando volvía a ser él, D. Remigio, la casa volvía a convertirse en su imagen, pulcra, ordenada. 
Había que recoger todo, limpiar lo que no estuviera limpio, muy pocas cosas; tirar todo aquello que no sirviera, dejarlo todo preparado. Hasta que él no faltase no se iba a decidir nada sobre aquella vivienda, sobre su futuro. 
Me encontraba allí, en aquella vivienda, en nuestra vivienda solo, sin nadie, oliendo, respirando, los recuerdos que aún perduraban, el recorrido de una larga vida, porque esta fue la única casa que mis padres tuvieron, en la que nacimos y vivimos todos, hasta que poco a poco, por un motivo u otro, de una forma u otra, fuimos saliendo de la misma, unos, los hijos, con destino a hacer nuestras vidas, otros con destino al descanso definitivo, mi madre.
La casa, de campo, situada a las afueras del pueblo, era grande, con techos altos, que lucía paredes siempre encaladas en blanco. Vestía el salón una gran chimenea, que en invierno daba calor a toda la estancia; al lado, y desde hacía unos años, se levantó un muro, con una puerta, por la que se accedía a la cocina; allí había una  puerta que salía a la parte de atrás de la vivienda, donde, en tiempos, hubo varias gallinas, y algún que otro cochino, que acababa, por el mes de diciembre, convertido en carne para el invierno para toda la familia. Desde la cocina, a través de una ventana, se alcanzaba a ver la tierra que mi padre trabajó, a lo largo de su vida, hasta que ya, cansado, hastiado, y con la satisfacción del deber cumplido, decidió abandonar. 

En un hueco del salón, y con eso que llaman progreso, acabó apareciendo un cuarto de baño completo, que, lógicamente, al principio de la existencia de la casa, no había. Unas escaleras llevaban a la planta alta, donde tres habitaciones, nos recogieron a todos durante nuestra vida; una, para mis padres, en las otras dos, nos repartimos los hermanos, cinco, tres chicos y dos chicas, segregados por sexo. 
Cuando subía las escaleras, aún oía, como íbamos para arriba y para abajo, corriendo, saltando y, como desde lo alto, se veía a mi madre, siempre enredada en la cocina, para alimentar a la prole, limpiando  los productos que el padre traía de la tierra, enristrando los pimientos, los ajos; siempre tenía faena que hacer, siempre con alegría, nunca quejándose. 
Abrí la puerta de la que fue mi habitación, de aquella sala en la que dormimos los tres hermanos durante bastantes años, y de la que yo salí el primero, por ser el mayor, primeramente para cumplir el servicio militar, después para estudiar y trabajar. Ya volvía pocas veces, porque mi lugar de residencia me cae cerca del pueblo, y el trayecto en vehículo se hace cómodo. Allí seguían las tres camas, con sus cabeceros de forja, con aquellas colchas de deshilado, blancas, confeccionadas a mano, con motivos florales, con aquellas almohadas, siempre hechas, como esperando a que llegáramos para acostarnos, para meternos dentro de las mantas, para entrar más rápidamente en calor, y como, a través de las ventanas, en los días de frío, veíamos como la nieve, como el agua, caía fuera. 
Después, estaba la de las muchachas, que fueron las últimas en marcharse; y allí seguían las dos camas, con sus colchas, con sus motivos, con sus nombres puestos, Laura a la derecha, Beatriz a la izquierda. Allí estaba el armario, de madera, robusto, de color oscuro, grande, imponente. 
Y, después, finalmente, abrí la puerta de la habitación de mis padres. Lo primero que me vino a la memoria fue la imagen de mi madre, allí, postrada; cómo estuvo aquel largo tiempo, enferma, siempre con mi padre a su lado, en aquella gran cama, con aquel cabecero de forja. Era la mejor habitación de la casa, la más grande, la más luminosa, y aún veo a mis padres, allí, metidos en la cama, cuando la faena lo permitía, y como nosotros aprovechábamos para meternos entre las sábanas, con aquel olor especial que mi madre siempre supo dar a la ropa, agradable, sereno, nada empalagoso. De una forma u otra llegábamos a meternos todos. Durante muchos años formó parte del paisaje del dormitorio matrimonial una cuna. 
En los últimos tiempos, mi padre decidió colocar un televisor para que mi madre, prácticamente inmóvil, pudiera divertirse, pudiera aislarse de su realidad, aunque a veces, bastantes veces, acabase hastiada. Solamente la conversación con mi padre parecía evadirla de su situación. Allí seguía la mecedora que mi padre puso en la habitación para acompañarla, casi todo el día, salvo en los momentos en que se dedicaba a hacer la comida o limpiar. 
Y en una esquina de la habitación, cerca de la ventana, había un gran arcón, el baúl que mis padres tenían en la estancia y donde se guardaban las mantas de la casa, cuando no eran necesarias tenerlas puestas en la cama. Y hasta allí me encaminé. Tenía puesta aquella llave, de acero negro, dentro de la cerradura. Intenté levantar la tapa, para ver su contenido, pero estaba cerrada; giré la llave, y conseguí abrirlo. No había mantas, mi padre las había puesto todas en las camas, para que no se estropearan; había alguna chaqueta y poco más; las saqué, para verlas, y observé debajo un bulto envuelto en un trozo de tela, atado con una fina cuerda, más bien un cordón. Lo saqué, lo abrí, eran folios, cosidos a mano, por su margen. Parecía un libro. 
Me senté en la mecedora, y empecé a verlo despacio; se conservaba bien, no parecía hojas muy antiguas, estaban escritas a mano. Pude determinar que era la letra de mi padre. Comencé la lectura. Aquello era el relato de su vida, cuando era joven, cuando era pequeño, cuando con sus padres tuvo que huir, por la guerra; hablaba de sus sufrimientos, de sus miedos, de cómo perdió a sus tres hermanos. Era dantesco, era impresionante, estaba escrito con el sentimiento de un derrotado, de una persona que había sufrido, pero que nunca nos hizo llegar a nosotros ese sentimiento, intentando alejarnos de sus sufrimientos. 
Ahora, delante de aquellos folios, uno podía empezar a cavilar sobre su vida y sus escasas explicaciones. Siempre nos dijo que sus padres fallecieron jóvenes, y que no tuvo hermanos. Nunca nos quiso contar su azarosa vida, su devenir por el tránsito de la existencia, lo que sufrió, lo que malvivió. Su único afán fue protegernos, ayudarnos, vivir por y para nosotros. Nos contaba que nació muy lejos, y que tras fallecer sus padres, decidió marcharse, buscando otras oportunidades, y apareció aquí, donde conoció a nuestra madre. 
Pero allí, en aquellos folios, con aquellas letras contaba todo, narraba todo, te hacía sumergirte en sus miedos, en sus anhelos, en sus deseos, en su huida, en su salida. Como fue su vida, donde tuvo sus encuentros con la muerte, como perdió a toda su familia. Como tuvo que inventarse una nueva vida, un nuevo lugar, que le permitiera no ser identificado, y represaliado. Debió adaptarse a la situación, aceptando su nuevo papel. Parecía increíble, pero cuando tuve aquello en mis manos, pensaba más de una vez si mi padre no escribió todo esto por el miedo a que su memoria fallase alguna vez, como así sucedió. 
Decidí llevármelos a casa. Debía leerlos más despacio, debía conocer el origen de mi familia, de dónde veníamos, de donde éramos, quienes fueron y dónde están mis antepasados, donde estaban mis ancestros, todo era importante, y decidí volver al baúl esperando encontrar más cosas, y, efectivamente, allí había otro fardo, otro taco, lo abrí, era otro libro, otro montón de folios. Me llevé todo para casa. 
Durante los siguientes días, en cualquier hueco que mis obligaciones me dejasen, cuando la noche caía, y los niños ya estaban acostados, volvía a leer los manuscritos, buscando datos, señas, historias, pistas. Y me iba sumergiendo, poco a poco, cada vez más, en el miedo, en el pavor, en la huida, en las ansias de crecimiento, en la necesidad de libertad en otro lugar, en no mirar para atrás, en una palabra, en la supervivencia, en la resistencia. 
Las visitas a mi padre, en la residencia, empezaron a desvelarme más secretos, más historias. La demencia senil le estaba arrancando de su vida actual, pero no había podido arrancar lo pretérito, las historias vividas al principio de la existencia. Y sin querer, brotaban, aparecían sus miedos “Vienen por la montaña, vamos a escondernos en esta cueva”, dijo una vez. “¿Cuándo dejarán de disparar?”. Me miró, se agarró a mí, se puso a llorar, “Papá, ¿porqué han matado a los hermanos Teodoro y Anselmo?”. Le agarré, le abracé, lloramos los dos. Al instante, se tranquilizó, pareció volver a la normalidad. Este mal que le aqueja, le ha hecho retroceder a su infancia, y ahí está él, como se refleja en aquellos folios. 
En algún momento de lucidez conseguí que revelara cuándo escribió todo esto. Me confesó que cuando estaba con mi madre. Me lo imagino, cuando ella dormía, como él reflejaba en aquellas hojas toda su experiencia vital. No quería irse de este mundo sin dejar reflejado todo su sufrimiento, parecía intuir que tendría este final en el que la memoria le dejase abandonado, le convirtiera en un ser que no sabía ni que tenía que comer. 
Coger aquellos folios, era percibir el martilleo de las balas alrededor de los huidos, era sentir el temblor cuando los aviones sobrevolaban a la caravana, era oír el golpeteo de las alpargatas en la tierra, corriendo para no ser alcanzados, era tocar la sangre caliente, a borbotones, de quienes quedaban alcanzados en el suelo, malheridos, o, peor aún, muertos, era oler el miedo entre aquellas piedras, escondidos, esperando que todo pasara. Era sentir el frío y la soledad de la noche, era el notar la oscuridad de la noche, con sus extrañas criaturas, con sus recelos, con sus temores. 
Al abrir el segundo tomo de folios, se accedía a la pelea de mi padre por conseguir una nueva vida, intentar buscar la ilusión por conseguirla, la esperanza de una nueva forma de seguir adelante, pensando que un nuevo mundo estadio en su devenir era posible, que podía atravesar el desierto que fue el inicio de su vida, y llegar al oasis de la felicidad, llegándolo a alcanzar. El final del libro lo recogía: “Mucho sufrimiento y pérdidas, una esperanza que me ilumina”. 
Decidí pasar todos los manuscritos al ordenador, para no perderlo ni estropear los originales. Durante horas, durante días, me aislé de mi mujer, de mis hijos, tenía algo muy importante entre manos, tenía la razón de mi origen. A pesar de haberlos leído, y conocer todo lo que decía, cuando trasladaba los textos a la pantalla, seguía encontrando nuevos datos, frases, textos, sentimientos, miedos, dudas. Me seguía enriqueciendo. Finalmente, lo conseguí pasar todo, ya estaba todo guardado. Decidí imprimirlo, lo encuaderné, y pasó a ocupar un lugar en mi estantería. Los manuscritos los guardé en una caja, intentando protegerlo de todos los elementos. 
Tomé la decisión de darle a mi padre, en vida, el homenaje que se merecía; todo el mundo debía saber que aquella historia era real, lo que sucedió en este país en un momento determinado, difícil, y es que no se debía olvidar, porque todo lo que se olvida se está condenado a repetir. Y así, con mis folios pasados a ordenador, con mis folios encuadernados me encaminé a una editorial, se lo enseñé a su director. Prometieron leerlo y llamarme. Esos días que pasaron se me hacían largos. Seguía yendo a ver a mi padre. Volvían a aparecer los fantasmas, las historias, las vivencias. Luego llegaba la tranquilidad. 
Y, por fin, cuando ya había perdido la esperanza que la historia de mi padre tuviese valor, recibí la llamada que esperaba. Me pedían que fuera a verlos. Era fantástico el relato, estaba muy bien escrito, merecía la pena publicarlo, y así lo iban a hacer. Solo pedí que cuando se presentara estuviera mi padre, no se enteraría mucho, pero la gente debía conocer el rostro de quien vivió todas esas experiencias, que conocieran el porqué de determinadas decisiones, de su vida. 
La presentación, con mi padre, con mis hermanos, fue el mejor tributo a la familia que él creó, la que fue capaz de hacer después de todos los sinsabores que desde su alumbramiento tuvo que ir pasando. Tan solo faltaba mi madre. Mi padre estaba como ausente, quizás no se enteró de nada, seguro, pero su sola imagen, serena, tranquila, con esa tímida sonrisa que dejaba escapar sirvió para darme ese empujón moral necesario para creerme que lo que estaba haciendo merecía la pena. 
Pienso, como he dicho antes, que lo hecho es lo correcto, aunque nunca sabré si mi padre, en pleno uso de sus facultades mentales, lo hubiese aprobado, pero este descubrimiento ha significado, al menos para mí, conocer de dónde vengo. Ir a buscar mis orígenes, conocer la familia que pueda tener será el siguiente capítulo de mi vida. 
Hoy, cuando hemos procedido a su adiós definitivo, cuando se ha vuelto a encontrar con mi madre, hemos despedido a un hombre valiente, luchador y que ha conseguido formar lo que perdió siendo un niño: Una familia.







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