sábado, 29 de junio de 2013

SE VENDE

La mañana empezaba a hacer acto de presencia en la calle, estrecha, recta, donde se agolpaban, adosadas unas a otras, las viviendas, todas iguales, con la misma fisonomía.
La casa, que permanece cerrada desde el comienzo de la vida en la urbanización, levantó, a modo de guiño una de sus persianas, y allí aparecía el cartel, llamativo, presente, con la leyenda SE VENDE.
La gente se empieza a echar a la calle, para ir a sus tareas, a sus trabajos, a sus quehaceres. El primer vecino que pasa por delante de la casa, Serafín, no puede evitar mirar hacia la ventana y observa el cartel, “¿qué habrá ocurrido?, ¿porqué llegan a esta situación?, si aquí se vive de maravilla”. Al momento se acerca Visi, la vecina de la tercera vivienda y se queda mirando, junto al anterior, e inician la obligada conversación.
- Claro, si es que no puede ser, quien mucho abarca, poco aprieta, apunta Serafín, han querido vivir por encima de sus posibilidades, y ahora se han dado cuenta.
- Pues para mí, dice Visi, que se van a separar, yo no los veo a los dos juntos, siempre viene uno u otro, por separado, y nunca a la vez, y como ya no les interesa, pues eso la venden y cada uno por su lado.
- No, hombre, que sí, que van juntos, que los he visto yo, que los que les pasa es que no pueden hacer frente a los gastos y se la tienen que quitar del medio.
- Podría ser, pero, vamos, que te digo, que después de esto, cada uno por su lado, si no al tiempo.
Cada uno se marcha en busca de sus menesteres, cada uno con sus ideas.
El vehículo se adentra en la estrecha calle buscando su vivienda, al llegar a la altura de la vivienda portadora del cartel, reducción de velocidad, y a quedarse, pasmado, mirando el anuncio. Un giro de mirada sirve para poner recto el coche que buscaba colisionar con el bordillo de la izquierda. Cuando entre en su casa Fernando, ya tendrá conversación con su mujer.
La noticia va trascendiendo, y al final de la tarde, ya se da por conocida la noticia en todo el vecindario, y así, las elucubraciones van creciendo en forma exponencial.
Por la noche, aprovechando la bonanza del tiempo, se inician los paseos de los vecinos, se empiezan a juntar, y ahí vuelve a surgir el asunto principal de la jornada, la venta de la vivienda número 9, la de Arturo y Magdalena, la del matrimonio de operarios textiles que se embarcó en la adquisición de una nueva casa.

Es la rumorología la base de la vida vecinal, ya que cada uno adereza con sus opiniones, la que escuchan a otro, y así va creándose una bola, que es más grande cuantas más personas se suman añadiendo sus versiones.
Así, a las pretéritas de Serafín y Visi, se une ahora la de Eduardo quien, creyéndose, como siempre, en posesión de la verdad, manifiesta sus argumentos, estableciendo que se ha enterado que a ella la han despedido del trabajo y como ahora no pueden pagarla, se tienen que desprender de ella. “Si es que es una locura meterse en esta adquisición con la debilidad de su situación laboral”, ha dicho, dejando la impronta de su lapidaria retórica.
Como quiera que ésta no va a ser la última de las opiniones, viene a verter sobre el asunto algo más de leña la enterada del barrio, Úrsula, que, bebiendo de diversas fuentes, argumenta que se van a trasladar fuera de la localidad, y por eso quieren vender la casa, porque han encontrado una mejor oferta laboral que la que tienen aquí, y, evidentemente, no les hace falta nada aquí.
- Que no, que no, que me he enterado, que lo que ocurre es que su hijo el mayor tiene una enfermedad grave, y necesitan dinero para curarle y precisan deshacerse de la vivienda, para obtener capital, apunta Luis Javier, el oficial de notaría que vive pared por medio.
Todos se sumen en un silencio, como queriendo dar su aquiescencia a esto último que han oído, pero, eso sí, sin renunciar a sus propias ideas, sus propios convencimientos, que, para ellos, son los que valen por encima de todos los demás.
Luego el murmullo, las conversaciones dos a dos, todos hablan, ninguno escucha, y llega Servando, hombre taciturno, serio, el bibliotecario, amigo de pocas conversaciones, que, al pasar por delante de ellos, no puede dejar de soltar, “cotillas, que sois unos cotillas, a vosotros que os importa porque lo han puesto, lo mismo porque están hasta las narices de metomentodos como vosotros”
Todos se quedan mirándole a la cara, pero ninguno osa contestarle, luego se giran, y, poco a poco, el grupo se va disgregando, cada uno empieza a marchar para su casa.
La primera jornada se salda con media docena de opiniones, y mañana amanecerá con dos docenas de interpretaciones, sino al tiempo.
Tras los acontecimientos del día anterior, circunscritos al territorio vecinal, hoy y por suerte de las telecomunicaciones y de más y más conversaciones, media población sabe que hay una vivienda en venta. Pronto empezarán a aparecer los curiosos que quieren hacerse con la vivienda, aquellas que son amigos de alguno de los vecinos que, como ya la conocen, desean hacerse con la misma, si puede ser a buen precio, intentando sacar tajada de una urgencia pretendida por muchos, pero sin contrastar esta necesidad con los verdaderos poseedores de la casa.
Los días pasan, las conversaciones con respecto a la vivienda van menguando, pero aún así, cualquier café, cualquier encuentro sirve para sacar a relucir el manido tema.
Se acerca un vehículo, en el que vienen, oh sorpresa, los propietarios de la vivienda, Arturo y Magdalena, juntos, con sus dos hijos. Salen del vehículo todos menos el conductor, se abre la puerta del garaje e introducen el vehículo en su interior. Cierre de puerta, apertura de cotilleos y dimes y diretes. Bendita enfermedad la del hijo mayor, fuerte y alto como un roble.
Pasan los minutos, las miradas empiezan a ser nerviosas, no salen de la casa, están tardando mucho en salir, qué estarán haciendo. Ya sale Arturo, levanta la puerta del garaje, se cruza con Eduardo, se saludan, se preguntan por cuestiones nimias, pero no se ataca lo que de verdad interesa en el vecindario. No hay valor. Al final todos se marchan.
Al poco rato, un vehículo de la Guardia Civil, pasa por la calle, se detiene junto a la vivienda, el agente anota una serie de datos en la libreta y se marcha.
Ahora ya hay otra versión. Y el encargado de difundirla va a ser Germán, el conserje del instituto, quien esparce por los cuatro vientos, que ya sabe porque quieren deshacerse de la vivienda, porque la Guardia Civil les está investigando y no quieren tener pruebas que los inculpe en alguna cosa mala que hayan hecho. Esta versión, la de los niños malos, gusta más a los vecinos. Y ahora empieza una segunda fase, la de demonizar a los vecinos, la de atacarlos, la de verter opiniones contrarias a los mismos, “si es que es normal, con ese sueldo no se puede comprar esto”, “a saber lo que tienen dentro de la casa, siempre está cerrada”, “vienen a deshoras y apenas paran”.
Para que esto se empiece a vestir de verdad, al día siguiente, aparece un vehículo de la Policía Local, en su patrulla por el barrio, que también se detiene frente a la vivienda, el policía que va de copiloto, anota unos datos en la libreta y saca una foto. Se marcha, sin decir nada a la vecina que está mirando, embobada, la escena. Va a ser verdad lo que dijo Germán.
Eso es lo que va a hacer Francisca, la mujer de Román, decir que lo que dijo Germán es verdad, porque esta mañana ha pasado la Policía Local y ha sacado fotos de la vivienda. “¿Y si entramos en la vivienda, para ver lo que tienen?”, “no sería mala idea, pero tenemos que montar un buen operativo, para que no nos pillen”, responde Luis Javier.
“¿Qué, seguís con vuestras historietas?”, apunta Servando. Todos vuelven a callar, ninguno encuentra respuesta a la pregunta lanzada. “Y tú, Eduardo, ¿porqué no le preguntaste el otro día porque la vendían?, aquí mucha boca pero cuando estáis delante no tenéis valor de preguntar”. Y se marcha. Todos se quedan mudos y el grupo se disgrega.
“Vaya mierda de vecinos que sois, alcahuetes, cotillas, pendones”. Luis Javier hace un ademán de irse a por él, pero le detienen, no hay que hacer caso.
La noche, sobre el vecindario, el centro de rumores del pueblo, va ganando peso. Llega un coche, es el del matrimonio cuestionado, el de esa pareja objeto de todas las sospechas de sus iguales. Para el vehículo, enfrente de la vivienda, y sale la pareja del mismo. Cogen dos cajas y entran en la casa. Antes dan las buenas noches. Les contestan más con los ojos que con la boca. Se cierra la puerta, todos se quedan mirando unos a otros. Tan solo el hecho que todas las viviendas están alineadas, formando una única fachada, impide que los vecinos puedan cotillear, a través de las ventanas, unos a otros. Aún así, hay quien asoma el gañote.
En estos momentos, las dudas son mayores, las preguntas son muchas, los interrogantes son tantos que alguno y alguna va a pasar mala noche.
Pero si las luces de la casa no se encienden, ¿Cómo verán dentro? Otra pregunta, otra teoría, a ver si van a ser unos seres de otra dimensión, oh no, van a ser extraterrestres. La paranoia se apodera del barrio. La duda, la zozobra, el no saber dispara la imaginación. Podrá ser tan fácil como que quitaron la luz, no hay más explicación que buscar. Salen de la casa, se despiden y se marchan.
Pero, ahora, como faltaba poco, ya para cargar un poco de más mierda al tema. Roman manifiesta que esta mañana llegó la de Correos y dejó una carta con el escudo de Hacienda en su buzón, “es la comunicación del embargo de la vivienda”, asevera con rotundidad; “a ver qué pasa”, contesta Visi.
Los días pasan, las jornadas transcurren, los propietarios, centro de toda esta historia, vienen y van, a veces acompañados de algunos amigos, otras veces sola la pareja, algunas veces él solo, el resto es Magdalena quien entra y sale de la vivienda, sin compañía.
Esta mañana, serena, con alguna nube que juega a tapar el sol, va a ser un momento de inflexión. Un coche, despacio, va llegando, se detiene frente a la casa. Es Arturo quien ha parado su coche, frente a la vivienda, y tras él viene un vehículo de la Guardia Civil. Se baja Arturo, que porta dos paquetes en los brazos, y espera a que se detenga el de los números de la Benemérita. Sale uno, y después se meten ambos en la casa. La expectación sube por momentos. El otro agente se queda en el interior del automóvil, esperando a que salga su compañero.
Visi saca la cabeza por la ventana, para mirar. Dentro de su manía investigadora, persecutoria, decide bajar a la calle. Agarra el cepillo, hay que disimular, y sale a la puerta; empieza a barrer, pero el cepillo apenas se mueve del mismo sitio, va a dar brillo al lugar. Los ojos permanecen clavados en la puerta de la casa ofertada.
Transcurren los minutos. El agente, que está dentro del coche, mira su reloj, y decide salir, se coloca sus gafas de sol y se pone a pasear alrededor del vehículo policial. Cuando mira hacia la vecina, ésta rodea la cabeza, la agacha, y barre con más brío, siempre en el mismo sitio.
Al rato, aparece Francisca, con su carro de la compra, y al ver la escena, la Guardia Civil enfrente de la casa, se para con Visi, con la que intercambia palabras, en voz baja; a saber qué está contando.
Otros vecinos que pasan por el lugar, desearían pararse, para ver qué ocurre, pero el temor a que les sea llamada la atención, les obliga a meterse en sus casa; aún así, los visillos se moverán, para intentar aclarar la situación.
Al final, después de todo, se quedan las dos mujeres, solas, enfrente del episodio, que puede ser definitivo, frente a los caballos.
-          “Pregunta al Guardia Civil”, dice Francisca.
-          “Tú estás loca, ¿cómo quieres que haga eso?”, replica Visi.
Francisca enmudece y, tras unos segundos, deja salir por la boca una ligera despedida; agarra su carro, pasa por delante de la casa, del coche, saluda al número de la Guardia Civil, le contesta y, al final, se mete en su casa. Visi, ya sola, algo asustada, se adentra en su morada. Pero no dejará de controlar desde la ventana.
Al momento, salen de la casa los dos personajes más escrutados de la zona, y cada uno se mete en su coche. Nadie les ve decirse nada; esto es muy raro. El coche de la Guardia Civil abandona antes el barrio, y, después, tras colocar algo en su interior, Arturo arranca su vehículo y se marcha del lugar. Algo gordo sucede, hay dudas, hay hasta miedo.
Durante el día la gente que ha vivido este inusual capítulo, que lo han presenciado, harán su particular versión. Ya se verá.
La noche, momento de encuentro, sirve para las más variopintas opiniones y propuestas, vigilar la casa, noche y día, ir a preguntar a la Guardia Civil, ir al Juzgado, todo para aclarar qué ocurre.
Servando, testigo insolente de las diversas entregas de esta historia, no puede dejar de quejarse de la paranoia de los vecinos. “Estáis enfermos, dejad en paz a la gente, que son buenas personas”. “Si tan claro lo tienes, déjanos en paz, que nosotros tenemos miedo y estamos preocupados por lo que pueda ocurrir”, le replica Serafín.
“Vale, preparar patrullas de barrio, asaltar la vivienda, espiarlos más, héroes de pacotilla”, dice Servando, sin mirar para atrás.
Un “idiota” se deja oír entre el murmullo de los congregados, pero el bibliotecario hace caso omiso a la provocación.
Casi nadie encuentra el momento de acostarse, hay miedo a cerrar los ojos, por lo que pueda pasar, o por lo que se puedan perder, pero las responsabilidades del día siguiente, hacen que, al final, cada uno se resguarde en su vivienda, aunque alguno se despertará según avance la noche, y no podrá evitar echar una mirada a “la casa de los horrores”.
Durante tres días nadie se acerca a la casa, los propietarios parecen haber desaparecido; ¿Los habrán metido en la cárcel?.
Parece que la tranquilidad va llegando, nuevamente, al barrio, a una zona residencial, que no vivió nunca un sobresalto del mismo calado, que el que está acaeciendo en estos momentos.
El sol ha dicho que ya ha descansado bastante, y decide atacar, debe hacerse notar. Cuando los primeros rayos van haciendo acto de presencia, un gran camión, enfila la pequeña cuesta de la hilera de viviendas. Su ruido, a primera hora espabila a los vecinos, y alguno no puede evitar mirar por la ventana, ¿dónde irá? Se detiene delante de la vivienda objeto de todas las conjeturas. Llegan, al instante, los propietarios de la vivienda. Abren la puerta. El camión abre su puerta trasera, los operarios sacan una escalera mecánica, y bultos empiezan a salir de la caja del vehículo con destino a la vivienda. Hay una mudanza.
Durante la jornada los bultos van entrando en la casa. Al final, el camión se marcha, tras no pocas maniobras, dada la estrechez de la calle. Ya están los nuevos vecinos en el interior de su vivienda. Las luces se encienden cuando la tarde empieza a flaquear.
Los vecinos se empiezan, poco a poco, a acercar a la casa, a presentarse, para conocer a los nuevos inquilinos de la zona, y a darlos la bienvenida. Aquellos que no se conocen personalmente, son presentados por Servando.
A los dos días, en el patio de su casa, Magdalena y Arturo organizan una pequeña recepción a todos los vecinos.
Todas las dudas, elucubraciones, predicciones, quedan asoladas por la llegada de unas personas que se han demostrado totalmente normales, que determinadas circunstancias, que a nadie debieran importar, determinaron poner en venta su vivienda, su ilusión, aunque, al final, consiguieron su sueño, habitar esta casa.
Poco a poco la distensión aparece, y los chascarrillos surgen. Servando, va narrando las peripecias y los dimes y diretes que ha habido en torno a sus circunstancias desde que se colocó el cartel ofreciendo la vivienda en venta. Arturo se va sonriendo cada vez más y más, al conocer el alcance de los argumentos que se han utilizado para justificar tal hecho, y de lo que les han llegado a calificar.
“Esta historia es para hacer un relato”, apunta Arturo.
“Desde luego que sí”, replica Servando.

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