Y
es que anoche, obligado por las circunstancias, debía enfrentarme a una cena en
familia. Familia, un concepto que casi nadie sabe o puede definir, y cuyo valor
se ha desvirtuado con el tránsito del tiempo, en esta nuestra sociedad cada vez
más individualista, cada vez más egoísta, y cada vez más dada a placeres
individuales, que a compartir encuentros en sociedad.
Y
es que ante esta situación, cada uno debe proceder a abrir las puertas del
armario de su alma, para ponerse el disfraz de la hipocresía, del cinismo, que
hará posible acomodarse a la situación de estar rodeado de individuos a los que
te unen ciertos lazos familiares, aunque pocos nexos de confianza, y en otros
casos, hasta circunstancias inamistosas.
Los
convencionalismos saltan a la palestra en estas circunstancias. Hay que ser
educado, considerado, debes evitar el caer en provocaciones, no debes incitar a
que nada altere la pretendida tranquilidad de este escenario, de esta
situación, el barco debe navegar por aguas serenas.
Todos
los que nos sentamos a la mesa en este evento, constituimos un catálogo de personajes
dignos de ser radiografiados, uno a uno, y es que todos tenemos nuestros
defectos, unos mayores, otros peores, y según preguntes a uno o a otro, te
darán una respuesta totalmente diferente al anterior; pero yo no, no caeré en
esa tesitura en este momento, y opto por seguir tomando una actitud camaleónica
para que se observe como normal la situación.
Tienes
que mostrar sonrisa, cuando lo que querrías es atacar de forma despiadada,
debes sentarte al lado de personas respecto de las que tu afecto está bajo
tierra, y debes soportar, de forma, a veces, estoica, una compañía que por nada
del mundo comprarías, ni aceptarías, tampoco, de forma regalada.
Pero,
en fin, uno debe rezar, aun cuando la creencia y la fe no arraiguen en tu ser,
para que todo discurra de la forma más serena y más rápida posible, para que
todo llegue a buen puerto y cada uno, una vez finalice todo, marche serenamente
a su casa.
Y,
por fin, tras un intervalo temporal en el que se han producido conversaciones
sin sentido y anodinas, silencios clamorosos, y has tenido que escuchar,
soportar o aguantar, peroratas con claros signos adoctrinadores, del más
imbécil de la congregación, llegan los postres y, en este momento, el dulzor
del alimento sirve para mitigar el amargo sabor que estaba dejando esta velada.
Velada que cae de forma inexorable, cuando ya vamos abandonando las sillas en
las que hemos estado sentados, diríase que ensartados, esperando el final de la
condena. La mesa, con los restos de la batalla queda allí, en soledad, recobrando
su ser, su forma, su esencia, como el lugar que los saqueadores ya abandonaron.
Y
es que las esposas que te ataban a esta columna de castigo, se abren y ya uno
empieza a respirar el aire de la libertad, de la tranquilidad, de la vuelta a
la normalidad, en la que uno vivía antes de llegar a este encuentro, poco o
nada deseado, por otra parte.
Pero
antes de terminar con la condena, has de pasar por el pago de la fianza, el de
la última copa antes de recogerte, antes de marcharte, que debes aceptar, porque
lo contrario sería un agravio para el anfitrión, y tú no, no estás para crear
mal rollo, así que pides, consumes, y ves como el hielo hace que el líquido
aumente su presencia en el vaso, y luchas y luchas por llegar al final, viendo
de reojo como los demás también beben, deseando que todos terminen para
finiquitar la pantomima.
Cuando,
al final, sales a la calle, y buscas tu vehículo para marcharte a tu domicilio,
es cuando empiezas, de verdad, a vivir tu propia existencia, y en este momento
la hipocresía vuelve a entrar en letargo, hasta que la primavera de una nueva
convocatoria familiar asome, y entonces, solo entonces, habrá que ponerse ese
uniforme, que camuflará la personalidad de cada uno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario