jueves, 14 de noviembre de 2013

EL CEREMONIAL


Tras una larga y agotadora jornada laboral, condicionada, como casi siempre, por las tiranteces con intransigentes, que solo critican lo que haces y dices, cuando ellos son los que son merecedores de los mayores reproches, y aderezada con otros especimenes que buscan amargar la vida de los demás, anoche, tocaba plegarse a una de esas reuniones ceremoniosas que tanto odio, o que tan poco me gustan, según se mire, y lo quiera interpretar aquel que acceda a este texto.
Y es que anoche, obligado por las circunstancias, debía enfrentarme a una cena en familia. Familia, un concepto que casi nadie sabe o puede definir, y cuyo valor se ha desvirtuado con el tránsito del tiempo, en esta nuestra sociedad cada vez más individualista, cada vez más egoísta, y cada vez más dada a placeres individuales, que a compartir encuentros en sociedad.
Y es que ante esta situación, cada uno debe proceder a abrir las puertas del armario de su alma, para ponerse el disfraz de la hipocresía, del cinismo, que hará posible acomodarse a la situación de estar rodeado de individuos a los que te unen ciertos lazos familiares, aunque pocos nexos de confianza, y en otros casos, hasta circunstancias inamistosas.
Los convencionalismos saltan a la palestra en estas circunstancias. Hay que ser educado, considerado, debes evitar el caer en provocaciones, no debes incitar a que nada altere la pretendida tranquilidad de este escenario, de esta situación, el barco debe navegar por aguas serenas.
Todos los que nos sentamos a la mesa en este evento, constituimos un catálogo de personajes dignos de ser radiografiados, uno a uno, y es que todos tenemos nuestros defectos, unos mayores, otros peores, y según preguntes a uno o a otro, te darán una respuesta totalmente diferente al anterior; pero yo no, no caeré en esa tesitura en este momento, y opto por seguir tomando una actitud camaleónica para que se observe como normal la situación.
Tienes que mostrar sonrisa, cuando lo que querrías es atacar de forma despiadada, debes sentarte al lado de personas respecto de las que tu afecto está bajo tierra, y debes soportar, de forma, a veces, estoica, una compañía que por nada del mundo comprarías, ni aceptarías, tampoco, de forma regalada.
Pero, en fin, uno debe rezar, aun cuando la creencia y la fe no arraiguen en tu ser, para que todo discurra de la forma más serena y más rápida posible, para que todo llegue a buen puerto y cada uno, una vez finalice todo, marche serenamente a su casa.
Y, por fin, tras un intervalo temporal en el que se han producido conversaciones sin sentido y anodinas, silencios clamorosos, y has tenido que escuchar, soportar o aguantar, peroratas con claros signos adoctrinadores, del más imbécil de la congregación, llegan los postres y, en este momento, el dulzor del alimento sirve para mitigar el amargo sabor que estaba dejando esta velada. Velada que cae de forma inexorable, cuando ya vamos abandonando las sillas en las que hemos estado sentados, diríase que ensartados, esperando el final de la condena. La mesa, con los restos de la batalla queda allí, en soledad, recobrando su ser, su forma, su esencia, como el lugar que los saqueadores ya abandonaron.
Y es que las esposas que te ataban a esta columna de castigo, se abren y ya uno empieza a respirar el aire de la libertad, de la tranquilidad, de la vuelta a la normalidad, en la que uno vivía antes de llegar a este encuentro, poco o nada deseado, por otra parte.
Pero antes de terminar con la condena, has de pasar por el pago de la fianza, el de la última copa antes de recogerte, antes de marcharte, que debes aceptar, porque lo contrario sería un agravio para el anfitrión, y tú no, no estás para crear mal rollo, así que pides, consumes, y ves como el hielo hace que el líquido aumente su presencia en el vaso, y luchas y luchas por llegar al final, viendo de reojo como los demás también beben, deseando que todos terminen para finiquitar la pantomima.
Cuando, al final, sales a la calle, y buscas tu vehículo para marcharte a tu domicilio, es cuando empiezas, de verdad, a vivir tu propia existencia, y en este momento la hipocresía vuelve a entrar en letargo, hasta que la primavera de una nueva convocatoria familiar asome, y entonces, solo entonces, habrá que ponerse ese uniforme, que camuflará la personalidad de cada uno.

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