martes, 11 de marzo de 2014

VIDA MARCADA

Este relato que publico, VIDA MARCADA, es el que presenté al último certamen de Relatos Cortos "Día de la Mujer", convocado por el Ayuntamiento de Navalmoral. El mismo no fue premiado porque, evidentemente, los había mejores, pero yo quería hacer mi aportación con esta historia. Espero que os llegue. Si pincháis sobre el título de la canción, podréis acceder al vídeo de la misma.
La pomada, la crema, el ungüento, no oscurece el exceso de la noche anterior. Mi ojo amoratado se ocultará tras las lentes, casi opacas, de las gafas de sol, que no buscan la estética, a la hora de salir, buscan esconder la vergüenza, el castigo por mi mal comportamiento, por no ser una buena mujer, una buena esposa.

Solo el espejo me escucha, solo el espejo me ve, es el único que percibe los cambios de color de mi piel, la violencia que deja su huella en mi brazo, en mi pecho; la marca de la mano en mi espalda, la sangre retenida en mi pierna.
Debo cambiar, debo ser mejor esposa, no debo portarme mal, debo doblegar mi rebelde carácter; él es quien manda, es a él a quien me debo; a él le tengo que obedecer. Mi mundo debe ser dentro de las paredes de mi casa. Salir, lo justo, lo necesario. Hablar con otros hombres, es un pecado, está prohibido, no está bien; quien lo hace es que busca algo, es porque le falta algo. Yo lo tengo todo en mi casa.
Anoche me volvió a recordar “si no estás conmigo, no estarás con nadie”; ¿cómo puedo llegar a plantearme, ni siquiera, una vida fuera de este hombre?, si, ante los ojos de Dios, le juré fidelidad y estar con él el resto de mi vida; “sierva te doy”, dijo el cura y eso es lo que soy, una esclava, en este mundo, fuera de mi familia, de mis amistades, sola, dependiendo en todo de lo que él decida, porque él es el que sabe, yo no valgo para anda, bueno sí, para cocinar, para limpiar, para ser el desahogo de sus deseos y tensiones sexuales.

“y dónde puedes ir cuando tú sabes bien que irá a por ti
Como vas a gritar si sabes que nadie te escuchará
Todos dirán vaya exageración no será tanto no
Mientras esculpe a golpe de puño su nombre en tus huesos
Mientras te tapa la boca y te aplasta un cigarro en el pecho”

Y los hijos, mis dos niños, ¿qué dicen de todo esto? A pesar de su corta edad, la tristeza se dibuja en sus caras, denotan que sucede algo, sin saber explicarlo, aunque yo lucho cada día, con más fuerza, con más intensidad, para intentar esconder lo que ocurre, para alejarles de mi infierno, negándolo todo, haciendo ver que es normal lo que ocurre, porque papá está muy deprimido, necesita ayuda, y debo comprenderle. Me reprochan que nunca voy con ellos a ningún sitio. Les digo que las mujeres deben estar en casa, y debemos obedecer lo que dicen los maridos. “Pero, mamá, los demás niños van con sus mamás al colegio, al parque, a los cumpleaños”, me dice el mayor, “no son buenas mujeres”, le contesto, esa es mi respuesta.
Ellos han crecido muy pronto; a pesar de su corta edad, van y vienen solos a todos los sitios, al colegio, a fiestas, actividades, siempre les falta la compañía de un adulto. Alguna vez, su padre va con ellos, alguna vez les lleva al colegio, si los excesos etílicos de la noche anterior le dejan. Alguna tarde les ha acompañado a algún cumpleaños, pero poco más.
La radio, la tele, no son instrumentos de distracción para mí, él decide lo que se ve, lo que se oye. Él es quien opina respecto a las noticias, yo no puedo decir nada, soy una ignorante, una inútil, no valgo para nada. Mi mundo es, únicamente, estar atenta a que a él no le falte nada, que su ropa, su comida, su sexo, esté todo listo, para cuando él llegue, para cuando él lo requiera.
El mal funcionamiento del sistema sanitario, el retraso en la atención, fue una realidad, el llegar tarde a casa, fue la excusa para que sus improperios, sus golpes, sus cinturonazos, cayeran sobre mi cuerpo, sobre mi alma, no pidió explicaciones, no las necesitaba; tumbada en la cocina, sangrando por la boca, con la camisa rota, con la falda subida, con los golpes en mi cuerpo, él se fue al bar, a relajarse, dejándome dicho que cuando volviera quería la comida preparada, y en la mesa. Sin tiempo a restañar las heridas, sin tiempo a soltar una lágrima, sin posibilidad de curar mis heridas, tanto físicas como morales, el puchero ya estaba calentando la comida. Sentada en una silla, al lado de la mesa, las lágrimas, ahora sí, se escapan de mis ojos. Mi hundimiento, mi zozobra, mi miedo, estallan en la calma, tras la tormenta acaecida minutos atrás.
Ya no me duelen los golpes, no me hacen daño los insultos, ya solo sufro por mi destino, por mi futuro. Todas las ilusiones de una joven, de un enamoramiento, de una aventura, de un paseo por el paraíso, se han quedado ahí, en el mundo de las quimeras, en el universo de la utopía, porque la dureza, y nunca mejor dicho, de la realidad, de la violencia física y verbal, me han traído hasta este mundo, a este lugar, ante este estadio de mi vida, en el que solo veo precipicio, por delante, por detrás, no hay escapatoria; las salidas cortadas, el aire escaso, la esperanza un sueño inalcanzable.
Suena la puerta, las lágrimas se recogen. La mujer se levanta, la criada atenta a su señor. Ni una sola palabra, ni buena ni mala. No hay arrepentimiento, no hay resquemor, prefiero no pedir explicaciones, prefiero no preguntar. Es lo que debía hacer, porque me he portado mal, es la justicia de quien manda. Su cara, seria, denota indiferencia. Termina de comer, se levanta y se va al salón a ver la televisión, esperando le sirva el café, con el que completar su comida. Se queda dormido en el sofá. Yo recojo los cacharros en la cocina, debo evitar el ruido, si le despierto, surgirá la fiera. Ingiero algo de lo que queda en el puchero, aunque no tengo hambre, la desazón atenaza mi estómago. Se despierta, pregunta por mí, acudo a su presencia, y una vez que me ve, que observa que estoy en casa, donde debo estar, se marcha; él no tiene que explicar dónde va, ni con quién.
Ni lo que me han dicho los médicos, ni el resultado de las pruebas que me deben hacer, ni mi salud, le importan, soy una mierda. Soy su chacha, estoy para lo que estoy. Si mañana falto, otra ocupará mi lugar, hay muchas mujeres. Allí me quedo sola, dolorida, con el alma desgarrándose a jirones, con la tristeza ahondando mis arrugas, sin apreciar la luz al final del túnel. Por fin, mis hijos llegan del colegio. Su cariño es lo único que me mantiene en pie; cuando me abrazan el dolor de los golpes desaparece. Dicen que soy una pesada porque me quedo mucho tiempo abrazados a ellos, pero es que eso es mi calmante, lo que serena mi ansiedad, lo que me recarga para afrontar nuevas jornadas.
Siempre voy con mangas largas, y no dejo ninguna parte de mi cuerpo al aire, a la vista de nadie. Incluso la dura e insoportable canícula del verano la debo combatir con mangas largas. Ni en casa estoy con mangas cortas, me asquea verme señalada, amoratada.
En las pocas veces que me he cruzado con algún vecino, observo cómo se me queda mirando, buscando quizás alguna respuesta con su mirada, para mí inquisitoria, mirada en la que pide que le confiese mi situación, ofreciéndome su ayuda, pero yo, por vergüenza o miedo, agacho la cabeza, y acelero, si hace falta, el paso. Mis labios, a veces, dejan escapar un pequeño suspiro que juega a ser un saludo, un adiós, un hola. Sospecho, sin casi lugar a dudas, que todos o casi todos los vecinos deben saber lo que me ocurre, e incluso alguno, cuando ha habido algún incidente, y ha observado que se ha marchado, ha llamado a la puerta para ofrecerme su ayuda, pero yo no abro la puerta, no contesto a su ofrecimiento de consuelo, rechazo la dádiva de su protección. Bastante tengo yo con lo mío, como para involucrar a nadie en mi historia. De todas formas, sé que esto se arreglará, porque él es buena persona, pero está pasando por malos momentos, y cuando se solucionen, todo será como debe ser, normal, tranquilo. Además, tampoco me pega tanto, han sido momentos aislados, no es a diario.
El dinero, el vil metal, esa herramienta que diferencia a las personas, es la que atenaza mi vida, es la que solivianta la suya. Sus pocas oportunidades de trabajo, su escasa osadía para buscar fuera, su nula entrega ante la necesidad de trabajar, las mitiga en la barra de un bar. Bar, casa, comida, bar, así es su diario devenir. Las ayudas, cada vez más escasas, hacen que su bolsillo, y el de toda la casa, lo sufra. Un vaso de vino, una cerveza, es más importante que el zapato del hijo, que el desayuno de los vástagos. Solo yo, comiéndome mi orgullo, mi vergüenza, salgo a buscar ayuda, a los servicios sociales, a las asociaciones benéficas. El dinero lo controla él y lo suelta a cuentagotas, y siempre pidiendo justificación. Él es quien sabe administrar, yo soy la que derrocha.
Aún cuando yo provenga de familia que goza de buena situación, que no tendrían problemas en ofrecernos su desinteresada ayuda, un bofetón, un puñetazo, ha sido su respuesta cuando, alguna vez, le he ofrecido esta opción. Hace ya mucho tiempo que desistí de esta opción. Aún así, intento conseguir algo para que mis hijos tengan sus pequeños detalles, sus pequeños regalos, que su infancia, dura, sea, en la medida de lo posible, más suave.
Al menos, al comer en el colegio, y quedarse más horas en el centro educativo, les aleja del infierno que es estar entre estas cuatro paredes, en la vivienda, bajo ese techo que me ahoga, de esas ventanas que visten como si fuera cárcel, de esas puertas que me separan de la libertad.


“Y en tu cocina tan prisionera de tu casa

En la cocina donde los días pasarán como rutina
Donde su siesta es la paz de tu armonía
Y en tu ventana gritas al cielo pero lo dices callada
No vaya a ser que se despierte el que maltrata
Cada sentido y cada gesto de tu alma”

Sé que allí, con otros niños, sus penas son menores. Cuando menos, las horas en las que tengo que mantener la compostura, mostrar alegría, felicidad, en las que me entrego a ellos son menos. Su presencia en la casa, aunque escasa, porque la cama les espera pronto, me recarga para un nuevo día, y evita, por ahora, demostraciones violentas por parte del padre y esposo. Solo sus caritas, sus sonrisas, sus ojos, me hacen querer seguir viviendo, luchar por intentar ser una persona normal, una madre como las demás, y soñar que hay solución, que esto es manifiestamente mejorable.
Aunque a veces he pensado dejarlo, marcharme, sé que sería una locura. Tiene fijación por mí, y me convertiría en su pieza de caza, y una vez alcanzada, pasaría a ser su trofeo. Me lo ha dejado claro más de una vez.
Los niños ya están acostados, y cuando él dispone nos vamos a la cama, nos metemos en el tálamo, cada uno mirando para su lado, dándonos la espalda. Se da la vuelta, su mano, sus zarpas, buscan mi intimidad, buscan el contacto; yo, atemorizada, no me muevo, mi ropa interior empieza a ser bajada; inconscientemente, o conscientemente, digo “NO”, “¿qué?”, responde él, y antes que le pueda contestar, un rodillazo descarga en mi espalda; la falta de aire, las lágrimas que saltan, el terror que me atenaza; me da la vuelta, me separa las piernas, y allí, casi inerte, me convierto en su consuelo. Una vez acaba, se da la vuelta, y a dormir.

"Ella nunca dice que no,
Es la esclava de su señor
Ella siempre lo perdona
A sus pies sobre la lona,
Su patria es su casa
Su mundo la cocina
Y se le viene encima”

Dolorida mental y físicamente, la noche pasa larga, tortuosa, asfixiante. Si me salgo de la cama, él me buscará, soy su única razón, su único objetivo. Mejor no despertar a la fiera.
Jornada festiva, y decide que salgamos los cuatro juntos, a dar un paseo. Hace meses que no se repetía esta escena. La mañana buena, con el sol calentando las horas centrales, y yo, como buena mujer, agarrada a su brazo, los niños correteando. Si la normalidad fuera esta, estaría bien, muy bien, me sentiría en el paraíso. Dos vinos en la taberna de siempre, y para casa, a comer. Todos juntos, comiendo, en la mesa, en silencio, solo se oye su voz para pedir, para ordenar, solo me muevo yo, para obedecer, esa es la rutina.
Los niños terminan de comer, y se marchan al salón, a ver sus dibujos preferidos. Nos quedamos los dos. Me pide dinero, no hay, no tengo, esa es mi respuesta; “pídeselo a tus padres”. Contesto que cómo voy a hacer eso, así, sin tener relaciones con ellos, desde hace, al menos, cuatro años. “Ese no es mi problema”; intentando atajar la conversación, le respondo que mañana lo haré, porque hoy no estarán en casa; el vaso es lanzado hacia mi cara, lo veo venir, lo esquivo, e impacta contra los azulejos, los pedazos, los trozos, los añicos, saltan por todo el suelo, me quedo parada, inmóvil, un golpe impacta en mi pecho, luego otro en la cabeza, otro en la espalda, una patada en una pierna; no lanzo ningún grito, ningún ay, ninguna queja. Me agarra por un brazo, me intento zafar de él, sigue con sus golpes, con sus insultos “guarra, imbécil, puta, mierda”. Me escapo de su agarre, intento salir de la cocina, sale detrás de mí, con sus vocíferos ataques, con sus hirientes insultos, con sus voces; una silla, se tropieza, el cuerpo se vuelve, cae de espaldas, contacto del cuello con la encimera, y un bulto sin sentido, inmóvil, inerte, cae al suelo; el golpe suena seco, fuerte, repentino.
Queda boca arriba, con los ojos cerrados, la boca semi abierta, un hilo de sangre sale por un oído; me acerco a él, le toco el corazón, que si alguna vez lo tuvo, ahora no late, no respira.
Me lavo la cara, cierro la puerta de la cocina y me marcho para el salón, dejándolo allí; mis dos motivos para seguir viviendo están en el salón, sentados, tranquilos; el volumen, algo alto, ha impedido escuchar lo acaecido. “Hola mami, siéntate aquí”, “Silencio, niños, papá está durmiendo”.

“María se fue una mañana
María sin decir nada

María ya no tiene miedo
María empieza de nuevo
María se bebe las calles”

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