No hay más que
darle a un político un cargo, una parcela de poder, para que desconecte del
mundo real, y viva en uno inventado. No hace falta más que darle un puesto de
responsabilidad, para que su vocabulario, su diálogo cambie. En ese momento
dejará de ser persona, se convertirá en un dirigente, y en ese momento nada de
lo que es la realidad será percibido por sus ojos, nada de lo que dicen los
ciudadanos será escuchado por sus oídos. Es entonces cuando sus ojos ven un
mundo idílico, en el que no existen dramas familiares y humanos, en el que la
sanidad funciona de maravilla, sin listas de espera, sin problemas en la
atención, en el que los desahucios son cosa del pasado. Y solo oyen alabanzas,
no les llegan las críticas, las desazones de la gente.
Sin
embargo, cuando este mismo político es todavía un aspirante al poder, y aún no
lo detenta, entonces es el ser más humano, es el que más empatía tiene con los
ciudadanos, el que más sufre con los problemas de las personas, con sus
desahucios, con sus abandonos en el sistema sanitario, es el que más denuncia
los abusos del poder, la inacción de los dirigentes. Cuando están en la calle
dicen que los sueldos son bajos, que las condiciones laborales son nefastas y
que la presión fiscal es insoportable. Pero cuando sufre la metamorfosis que
lleva aparejada el ascenso al poder, las nóminas que perciben los trabajadores
son estupendas, las circunstancias de los puestos de trabajo son las mejores
posibles, y no están masacrando a los ciudadanos a impuestos, sino que son la
autoridad que menos carga fiscal impone a su gente.
En
el momento que no están en la poltrona, porque aún no han conseguido
alcanzarla, son totalmente accesibles a los ciudadanos, a las quejas, a los
lamentos, pero cuando se apalancan en el sillón, aparecen siete puertas de
grandes dimensiones, y difícil movimiento, con fornidos guardianes, obstáculos
que impiden llegar a ellos para contarles tus penurias, tus esperanzas, tus
ilusiones.
Pero
el domingo, ay el domingo, que importantes volvemos a ser, somos la fuerza de
la democracia, somos el alimento de las instituciones, somos el motor
imprescindible para que el sistema siga funcionado. Y es por eso, que salen a
la calle, se mezclan con el pueblo, dan besos, abrazos, apretones de mano, se
toman una caña contigo, todo en una perfecta estrategia de caza, de acoso y
derribo, con el único fin de que como zombies acudamos a depositar nuestra
papeleta a la urna, con la que justificarse por un nuevo período de tiempo, con
la que poder seguir chupando del bote, a espaldas del pueblo, pero a su costa,
sin dar nada a cambio, en el que volverán a vernos desde sus azoteas, detrás de
sus paredes de cristal, desde la que nos ven, donde nos perciben como borregos
que obedecemos sus dictados, y les mantenemos.
Esta
circunstancia es cíclica, estos movimientos están perfectamente señalados cada
cierto tiempo, sus estrategias están perfectamente definidas, determinadas, con
un único fin, el de seguir en el poder, o, simplemente, formando parte del
sistema que se han creado dentro de su burbuja, del que seguir mamando,
ignorando la realidad, el cruel panorama que existe en la calle, donde la
desolación, el desánimo y la falta de expectativas son los principales
ingredientes de nuestra sociedad actual.
A veces,
no estaría mal un escarmiento, y la abstención pudiera ser el instrumento para
llamarles la atención, pero en este sistema tan depauperado que hay instituido,
tres votos les legitiman. Así que les da igual lo que hagamos, entre ellos y
ellas se lo montan y votan, para seguir manteniendo este paripé que esconden
bajo el prostituido término de la democracia.
En
fin, ellos se lo guisan, ellos se lo comen.
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