jueves, 24 de marzo de 2011

AYER, HOY, MAÑANA



Ayer traspasé los muros de esta prisión, y todo quedó fuera, mi vida, mis penas, mis sentimientos.

Cuando la puerta de mi celda me privó de la libertad, me senté en un catre vetusto con las manos en la cara y sin levantar la mirada en un tiempo, no sé si corto o largo, pero me dio para pensar por qué estaba allí, por qué había hecho lo que hice, si no existía otra solución.
Cuando reflexiono sobre mi propia existencia, todo me lleva hasta el lugar donde me encuentro en este momento, se trata de una perfecta sucesión de hechos.
Mi infancia fue la semilla de lo acaecido; mi padre, hombre alcohólico, era ligero de mano con nosotros, y también ligero de cascos de puertas hacia fuera, le gustaba vivir y beber, pero odiaba trabajar, así que pronto, tú, madre, y los hermanos, tuvimos que empezar a trabajar para él, para que holgazanease todavía más, para que no le faltase nada de sus muchos vicios.
En este panorama apareció Pedro, y se convirtió en mi válvula de escape. Parecía hombre trabajador y serio, y además era muy inteligente, no de letras, pero sí de la vida, de la gente, de saber manejar; y eso fue lo que hizo conmigo en muy poco tiempo. Cuando me quise dar cuenta estaba ante un altar, con un traje de novia que me habían prestado, y con una criatura en el vientre, y eso parecía mejor que quedarme en el hogar paterno, bajo la daga visual de mi padre. El cambio fue brutal de novia a esposa. El ángel que conocía, tras pasar la puerta de nuestra vivienda, se convirtió en diablo, y se volvió a revivir mi anterior situación, de violencia y abusos. Mi marido faltaba grandes temporadas por su trabajo, y como este no le iba nada bien, empezó a volcar su ira en mi, me agredía, tanto de palabra como de hecho. Nuestro primer hijo, fue prontamente influido por él, y se convirtió en guardián, era su perro de presa, todo lo controlaba, todo se lo contaba; cuando mi hija nació, nuestro hogar, por llamarlo de alguna forma, se había convertido en el mismo infierno, porque ella fue engendrada en una relación forzada, como ocurría casi todas las noches que pasábamos juntos; al fin y al cabo, él era el hombre y tenía todos los derechos sobre mí.
Los años pasaban, mi tercer hijo no llegó a nacer, porque en una de las ocasiones que se le fue la mano, me hizo importantes heridas, provocándome un aborto. A partir de entonces el averno fue cada vez más profundo, más oscuro; mis hijos fueron creciendo, empezaron a salir de casa; y yo más que una criada era una auténtica esclava para ellos, sin ningún derecho y con todas las obligaciones del mundo, era un cero a la izquierda, y parecía que vivir para mí se había convertido en un favor por parte de los que me rodeaban.
Falleció mi padre y mi madre pudo respirar por su marcha, pero tenía prohibido acercarse a mí, por las continuas amenazas de Pedro, y mis hijos, sus nietos la habían repudiado, por lo que la pena nunca la abandonó. Nos veíamos pocas veces, a escondidas, y aprovechando las ausencias de todos, a riesgo de recibir mi merecido por saltarme sus normas. Mis hermanos se alejaron voluntariamente de mí, porque no viendo no sufrían, y no tenían que defenderme.
Todo lo que estaba pasando debía acabar, porque me di cuentan de que mi vida me pertenecía, y aunque me sentía sola, decidí lanzarme al vacío. Todas mis ansias de libertad eran continuamente impedidas por la que decía ser mi familia; no podía prácticamente salir, pasear, tenía vetado cualquier capricho, mi vida se me iba escapando de las manos. Una noche de sábado, cuando mis hijos se marcharon de fiesta, él, que, como casi siempre, venía pasado de alcohol, se divirtió carnalmente conmigo, y después quedó profundamente dormido. En ese momento, tomé la decisión de coger el cuchillo que había dormido debajo del colchón muchas noches, y se lo clavé en el pecho, la sangre salió cual presa reventada por la fuerza de las aguas, el tirano dio un ligero grito, y abrió los ojos, mostrando una cara de sorpresa y de incredulidad que nunca olvidaré, y rápidamente le volví a asestar otra puñalada, esta vez en el corazón, otra en la barriga, y así hasta siete veces. Después, me levanté, miré lo que había hecho, no sentía ningún remordimiento, me duché, me cambié de ropa, me maquillé, lo que no había hecho en los últimos veinte años de mi vida, que coincidían con los que había compartido con él, y me marché a la calle. Di un paseo, la brisa de la noche me rejuveneció toda una vida, y luego entré en el Cuartel de la Guardia Civil, entregándome.
Aún recuerdo los rostros de mis hijos cuando se acercaron a verme al calabozo, no lloraban, no hablaban, no se movían, se quedaron completamente fuera de sitio, en tierra de nadie, sin saber hacia dónde avanzar.
El juicio se celebró en la capital, y la familia de aquel monstruo difunto, de haberla dejado, me hubiese linchado allí mismo, pero yo era feliz, veía que era un querer y no poder, y eso me dio más fuerzas. Mis hijos, en el juicio, al menos, se dieron cuenta, describiendo todas las situaciones que habían llevado a este momento, por lo que la condena que me impusieron fue de doce años, por las atenuantes que se contemplaron. La expresión de tristeza de mi madre es la única que recuerdo de aquel momento.
Era ayer cuando entraba por la puerta de la prisión, era ayer cuando mis hijos, que venían a verme pocas y espaciadas veces, dejaron definitivamente de venir, y sus vidas las recondujeron fuera del pueblo. Era ayer, cuando mi querida madre, mi única compañera, dejó de venir a verme, porque, agotada por la pena, murió. Venía todas las veces que podía, prácticamente todos los días, me daba los ánimos que perdía cuando se iba, y me dejaba aquí dentro. Ha sido por la única persona que he sentido hacer lo que hice. Me dejaron ir a su entierro, y allí me encontré con mis dos hermanos, que me evitaron la visión, y mi hermana, que se abrazó a mí, me dio un beso y se despidió.
Todo el tiempo que he pasado en la prisión ha sido un período sereno, un tiempo de reflexión, con el apoyo de muchas de mis compañeras, observando el lento discurrir de los días que quedaban hacia mi libertad.
Hoy, con la libertad ya ganada, la puerta de mi encierro se cierra a mi espalda, no miro hacia atrás, acaricio la libertad, el sol es más limpio fuera de esos muros. Mis ojos se tienen que acostumbrar a ese nuevo radio de acción que ahora controlan, vehículos, pájaros, árboles, todo parece nuevo, y es que como el mundo avanza a pasos agigantados, todo ha cambiado y mucho. Pero me encuentro sola, nadie ha venido a buscarme, mis hijos no han aparecido, mi madre descansa eternamente.
Me dirijo al cementerio y ante su última y serena morada, la dedico mi libertad de derecho, porque de hecho yo me siento libre desde el día que mi corazón me empujó a realizar mis actos, como más de una vez se lo dije. Dejo un ramo de flores y esta carta de agradecimiento por todo lo que ha hecho por mí, y me marcho, sin mirar hacia atrás, porque el pasado me ha dejado marcada.
Cuando salgo, todas las preguntas sobre si ha merecido o no la pena lo que hice, tienen una sola respuesta: Todo merece la pena si la libertad se alcanza, y yo la conseguí. También es cierto que he perdido dos hijos, dos vidas mías, con todos los sinsabores que esto encierra, pero algún precio tenía que pagar, y no ha habido vuelta.
Y mañana, ¿qué será de mí? El panorama que se presenta no es muy halagüeño, una pobre mujer, sola, marcada por los acontecimientos, con el tránsito de los sucesos marcado en la cara, donde la vida se ha convertido en una selva, en la que tan sólo triunfan los más fuertes y duros, sin prácticamente ningún apoyo, a la búsqueda de una salida más o menos digna, para poder seguir hacia delante, y orientar mi vida. Pero las puertas se cerrarán, y las que se abrirán, mejor que nunca se abrieran.
¿Adónde voy a ir a parar, yo, una mujer que fue anulada desde el mismo día de su nacimiento, que no ha tenido oportunidad de evolucionar?
¿Quién me va a ayudar a iniciar el despegue hacia un mejor porvenir?, ¿Quién me va a apoyar para evitar que caiga?
Todo resulta ahora tan difícil.
Carta recogida del bolsillo izquierdo del pantalón que Dª Antonia Díaz Reyes, de cuarenta y ocho años de edad portaba, cuando fue localizada, ya cadáver, colgada por el cuello de una soga en un árbol en el Cerro de las Miras, el día de la fecha, dos días después de su puesta en liberta d tras cumplir condena de doce años por parricidio en la persona de su marido, Pedro Moreno Trancón el día 21 de junio de 1989, y que se adjunta como prueba número uno al sumario del Expediente 1524/2001. Firmado el Secretario: Arturo Barrenechea Pérez.

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