“Con esta derrota, el equipo local se aleja de la lucha con los mejores, y debe jugar a finalizar la temporada lo más pronto posible”, narra el locutor de radio.
Una vez finalizado el encuentro, los contendientes se intercambian saludos, algunos las camisetas, el público juzga con silbidos a los locales, y todos se retiran a los vestuarios.
Nuestro personaje se despoja de las vestimentas, y se mete debajo de la ducha. El agua caliente, turnándose con fría, cae sobre su cabeza, sobre su cuerpo, toda la tensión va desapareciendo. Abandona el chorro líquido y comienza a vestirse de persona, aunque su corazón sigue estando en el terreno de juego. Su mente está en la derrota. Ha perdido.
Sale del estadio, la lozanía de la noche le recibe, un aire fresco le acompaña, monta en su vehículo y se dirige a su hogar. Enciende el equipo musical, e inserta un disco, obvia la radio, porque no quiere seguir oyendo la punzada en la herida. La música templa el ánimo.
Va rememorando en el trayecto los instantes previos al partido, el propio partido en sí, el final, la charla, o mejor dicho, bronca del entrenador. “Has perdido”, es la frase que se le ha quedado grabada, cuando recuerda lo que le dijo el míster a la cara, igual que a todos, uno a uno y por separado.
Con el coche se adentra en la urbanización, en su intimidad; transita por las enrevesadas calles que circundan las viviendas, y llega a su morada; no hay luz, entra en el garaje, baja del coche, y sube a la vivienda.
“¡Andrea, Andrea!”, llama a su mujer, el silencio le responde. Va encendiendo luces, y llega al salón, lugar donde se recogen sus fotos, sus recuerdos, su tránsito hasta el estrellato, del que ahora goza. Es la pinacoteca de su vida, la galería de recuerdos, sus vivencias.
Observa que sobre la mesa de centro hay una nota. Un sudor frío recorre su cuerpo.
“Armando, yo no puedo seguir así, mi corazón está completamente vacío, mi alma no tiene fuerzas para luchar por lo nuestro, nuestras vidas no se entienden. Me alejo, no me busques. Algún día lo entenderás”.
Deja el escrito sobre la mesa. Se asoma a la terraza, y desde esta atalaya que domina el paisaje, mira hacia las oscilantes luces de la ciudad, y grita en silencio: “He perdido”.
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