martes, 14 de febrero de 2012

CUENTO (CASI) IMPOSIBLE I

La calle de la Emperatriz rezuma ambiente; los niños corretean hacia la derecha, hacia la izquierda, los padres se paran a hablar con unos y con otros con los que se cruzan. Las madres miran, de vez en cuando, algún escaparate, de vez en cuando, vigilan los movimientos de sus hijos, para no perderlos de vista. Alguna socorre a su hijo que se cayó, y se hizo daño. El niño no llora hasta que no se siente protegido por su madre.

El sol se cuela entre los edificios, que quiebran las alturas de las fachadas, dando un ritmo alternativo a la luz solar, aquí sol, aquí sombra, niños en carritos, niños en bicicletas; los padres, pendientes. Niños correteando, niños andando.

Ahí estoy yo, con mi hijo, Sergio; me encuentro con Pablo y Elena que van paseando a sus hijos, Adrián y Elsa. Paramos en la Plaza de las flores, donde está el quiosco, donde los niños se arremolinan para comprar sus golosinas, sus bolsas, con las que saciar ese hambre que siempre surge cuando ven estos lugares.

Detrás, un pequeño parque, discreto, con unos columpios, un tobogán y un par de artefactos moviles, como todo ingrediente para el solaz y recreo de los pequeños. Está lleno; unos subidos en los columpios, otros en el tobogán, otros sentados con sus madres, comiéndose el manjar recién adquirido.
Un atronador sonido invade el aire, la gente mira, se para, expectante, no saben qué es, qué es lo que ocurre. Murmullos, preguntas, nadie sabe qué ocurre, todos mirando hacia arriba. De pronto, aparecen, son dos aviones, negros, oscuros, vuelan bajo; se marchan, la gente está atónita. De pronto, vuelven otra vez, y a continuación, fuertes destellos, seguidos de detonaciones; el silbido se hace más agudo, más cercano; es una bomba, son dos, son tres; impactan sobre la calle, sobre el parque, el quiosco es alcanzado. Otros proyectiles impactan sobre el asfalto, uno alcanza un edificio que vierte sus ventanas a la calle donde está sucediendo esta pesadilla. La gente huye despavorida, aterrada, una madre que ha conseguido reunir a sus dos hijos, se tira sobre ellos, no se mueve del suelo, los niños lloran, una deflagración cercana, un cascote, y la madre sirve de parapeto para sus hijos. Ellos vivirán, su protección dejará de vivir. Busco a Sergio, se quedó al lado de una farola, está llorando, no es capaz de moverse. Voy corriendo a por él, le cojo en brazos y empiezo a correr. Se dejan oir gritos, carreras, dolor.
Una nueva pasada, una nueva ración de mensajes mortíferos, otras partes de la calle son afectadas. La gente que corrió hacia la calle Embajadores tuvo que darse la vuelta al caer allí las bombas, todo es destrucción; boquetes en el suelo, cristales rotos, algún coche estacionado se ha convertido en una tea, gente en el suelo, sangre, dolor, gritos lastimeros, silencios de muerte. Son quince minutos frenéticos, infames, intensos.
El ruido de los aviones, el silbido de sus dardos, ha dejado de sonar, ya se han ido. El ambiente está impregnado del olor a pólvora, a fuego, a destrucción. Mi hijo sigue llorando, yo le abrazo más y más fuerte, le beso, lloro, le miro, no tiene heridas. Me quedo parado, miro a mi alrededor. La catastrofe ha sucedido a la paz, al ambiente de un domingo de paseo. Veo a Pablo, está con sus hijos, al lado de su mujer, Elena, que está en el suelo, inerte, ha sufrido el alcance de metralla, y su cara está sangrante. Me abrazo a Pablo, se agarra a mí, lloramos los dos.
Aparecen bomberos, policías, ambulancias. El sonido de las ayes, de las quejas, de los heridos, de los moribundos, ha quedado tapado por el de los vehículos de ayuda. Panorama dantesco, panorama desolador.
La noche cae, ya no hay gente en la calle, las zonas afectadas se han cerrado al público, hay que limpiar, intentar reconstruir lo posible, hay que llevar la luz, el agua, todos los servicios, hay que acabar cuanto antes para que la gente pueda acceder a las viviendas y a los negocios que no resultaron afectados. En estos momentos, la luna, que domina el cielo, es la que con su reflejo irradia luz al lugar.
Llego a mi casa, intento contarle a mi mujer lo sucedido, pero enseguida cambia de conversación, nos vamos a cenar, en la televisión no dicen nada. La interrogo, la hablo, la narro lo que ha sucedido, no se cree nada de lo que yo digo. Miro en internet, tampoco se recoge nada. Me voy a la cama.
Amanece, la vida vuelve a la ciudad, gente al trabajo, gentes a sus ocupaciones. Me acerco al quiosco, los periódicos no dicen nada, ayer pareció no pasar nada. La televisión, pasados los hechos, no se hace eco, habla de otras historias, pero nada de la violenta jornada de ayer. En el trabajo nadie habla de ello, nadie comenta nada, ¿ha pasado realmente?.
Por la tarde, salgo con mi hijo, voy por la calle Principe Sixto, que discurre paralela a la de la Emperatriz, así como por las calles aledañas; se ven los boquetes en la calle, se aprecian los daños en los edificios, el kiosco ha sido desmontado, y al lado hay varias piezas para montar una nueva instalación. Miro hacie el parque infantil, el tobogán está ileso, pero la torre de juegos es solo un vago recuerdo.
La gente está en la calle, se para en los escaparates; la gente habla, la gente ríe, veo a familias que han perdido a alguien en la jornada anterior, que están de paseo. Veo a Pablo, está con sus hijos, le pregunto que tal, me mira, me sonríe y me dice que muy bien. Otra mujer conocida por mí pasea, va con su hijo, de unos tres años, andando, y con el carro; está rajada la capota, me acerco, miro a su interior, está vacía. Pero ella sonríe, hace carantoñas a mi hijo, me pregunta por mi mujer, y sigue sonriendo. No pregunto a nadie, no me atrevo, y me marcho de allí.
Dejo a mi hijo en casa, cojo el coche y me acerco al Cementerio. Una vez accedo, se ve una línea de sepulturas ocupadas, sobre ellas, planchas de acero, y pegado a cada una una cartulina donde se dice quién está enterrado, y me doy cuenta que en todos reflejan lo mismo al final: “FALLECIDO EL DÍA 23 DE SEPTIEMBRE DE 2010”.

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