lunes, 7 de mayo de 2012

¡¡APUNTEN!! (INDIGNIDAD)

Os dejo la segunda parte de mi relato genérico INDIGNIDAD, bajo el título de ¡¡APUNTEN!!.
Un golpe en el hombro me despierta, estaba profundamente dormido, pero me tengo que levantar. Sin apenas hacer ruido, abandono el camastro, me pongo el pantalón y las botas, todo sin abrochar; la camisa y la chaqueta sobrepuesta. En la sala de entrada a la compañía, donde acabo de llegar, están mis compañeros. Nos terminamos de arreglar, nos ofrecen algo parecido a un café, que, al menos, te hace entrar en calor, porque a estas horas, rondando las seis de la mañana, con el sol aún escondido, la temperatura es baja, y no viene nada mal algo que entone el cuerpo.
Cogemos los fusiles, y nos marchamos para fuera. Efectivamente, la mañana, el final de la noche, más bien, te recibe con un ligero aire que refresca aún más, que engaña el calor que luego va a hacer durante toda la jornada.
Ya nos está esperando el camión, para el traslado. Subimos, uno a uno, a la parte de atrás, en silencio, será por la hora, por lo difícil de la situación, por el momento. Unos bancos de madera serán nuestros asientos. Arranca, el ruido, estridente, sonoro, rompe la quietud de la noche. La puerta del Cuartel se abre y ahí salimos. En el asfalto el viaje se puede considerar placentero, cuando menos. La ciudad, lo que hay de ella que pueda ser considerado mínimamente útil, está en completo silencio. Alguna luz en las calles da una sensación, falsa, de iluminación. Ya vamos saliendo de la urbe, y las últimas edificaciones nos despiden, las luces desaparecen, solo existen las de nuestro transporte. Giro a la derecha, y entramos en un camino. Aquí el camión se tambalea, se mueve, se notan los golpes de los bancos de madera en nuestras posaderas, nos apoyamos unos sobre otros, obligados por las oscilaciones del vehículo, aun cuando la velocidad es reducida.
Se acaba el tortuoso camino, y paramos. Al final, es una liberación salir del camión, y todos, en fila, nos encaminamos hacia un lugar señalado por piedras, y en cuyo centro se ven los restos de una hoguera, a la que sucederá otra que vamos a hacer ahora. Miro alrededor, y detecto una serie de bultos, perfectamente geométricos, no sé lo que son exactamente. La pastilla, la cerilla, las tablas y, ya está, la fogata. Todos sentados, alguno se decide a hablar, a decir alguna tontería, algún dicho, alguna sandez. Otros permanecemos en silencio. Ahora si veo lo que son, son cajas de madera. El ahogo interno va creciendo, la sensación de temor, de pavor se va apoderando de mí. Algunos ríen, otros cantan, otros hablan, otros estamos pensativos, serios.
Arriba al lugar un vehículo oscuro, de cierto lujo, y una vez se detiene, sale del mismo el comandante, acompañado por el sacerdote y otro militar, un capitán, que lleva un portafolio. Nos dan los buenos días, o las buenas noches, y se retiran hacia un lado, con el sargento que nos acompaña, donde hacen un pequeño corro y cuchichean. Después, el sargento se acerca y nos da a cada uno media docena de balas, ordenándonos que las pongamos en los fusiles. Así que todos, en silencio, hacemos lo mismo; solo los golpes de las balas al alojarse en su compartimento, y el crepitar de las llamas, rompen el callado momento. Ya están preparadas las armas. 
A lo lejos se adivinan tres reflejos luminosos, que cada vez son más cercanos. Por la orografía del terreno aparecen y desaparecen, pero, poco a poco, se notan más cerca. Su presencia se hace más cercana, el ruido de los motores se empieza a dejar oír. Son dos coches y un camión. Los coches van uno delante y otro detrás del camión. Se detiene el camión. Se acerca el cura quien nos pide que recemos un padre nuestro, haciéndonos posteriormente la señal de la absolución, uno a uno. Ya estamos blindados ante el divino para nuestras futuras acciones.
Los coches se adelantan, y salen cuatro soldados armados de cada uno, que se dirigen al camión, abren la puerta trasera y salen otros dos soldados, “vamos, para abajo”, empiezan a sacar a esos seres, atemorizados, asustados, horrorizados, ante el cercano final. Reciben empujones, son agarrados de los brazos. Van maniatados, con una soga a la espalda. Se oyen sollozos, gritos, quejas, perdones, pero son empujados, para que aceleren el paso y ser colocados delante del muro, y nosotros, allí esperando, viendo el espectáculo
El comandante da la orden para que nos levantemos y vayamos preparándonos, así que cada uno cogemos nuestro fusil, y nos ponemos en pie, dirigiéndonos a nuestro lugar. No situamos en dos hileras, unos arrodillados, otros de pie.
El panorama, dantesco, es el mismo en cada ocasión. La pared del cementerio ya señalada con los impactos de aquellas balas que no aciertan en el blanco humano, es el escenario que espera a sus actores. Las luces de los vehículos son las que darán iluminación a la escena. A un lado, una pila de cajas de madera, que recogerán a los cadáveres, y junto a ellos, el camión que se llevará los ataúdes. Allí está el comandante del pelotón de fusilamiento, y junto a él el militar que hace de secretario, para dar fe del cumplimiento de la sentencia, y el cura, que recogerá la última solicitud de perdón, de clemencia, de compasión. Pero ni los mirará a la cara, los pasará la cruz por delante del rostro, alguno la besará, y se retirará. Si alguno le quiere besar, le evitará. Será testigo principal del incumplimiento del quinto mandamiento.
El comandante espera, con cierta impaciencia, que acabe el paso del cura por delante de los condenados. Termina, asiente con la cabeza y se retira. Ya está todo listo.
Esos segundos, hasta que la orden sea dada, es el momento quizás más duro; ahí están los que van a ser asesinados, matados, los hay jóvenes, viejos, una mujer mayor; solo se ve miedo, susto, lágrimas, temor, enfrentados a la cobardía de un grupo de veinticuatro fusiles, nosotros, que los vamos a sacar de este mundo del que forman parte, pero que son molestos para nuestros ordenantes. En este momento, miro a los afligidos condenados, escondido tras la oscuridad, la penumbra que da el reflejo de las luces, con la gorra bien baja, con el cuello de la casaca subido, yo los veo ellos a mí no me pueden ver. No puedo evitar mirar sus caras, no puedo evitar ver el miedo ante el momento, en unos aprecio el rastro de la violencia sufrida en jornadas anteriores, en otros veo el abandono a su suerte, la resignación. Algunas lágrimas secas quedan como huellas en la tez.
Es muy fácil condenar, firmar un papel, y luego no venir aquí a ejecutar, que lo hagan otros, seguir dormidos, mientras otros hacen la tarea.
Pienso en la noche, última, que han pasado estos infelices, y me derrumbo. Saben que esa noche, oscura, larga, va a ser la última de su vida, aquella en la que ya no van a volver a ver el sol, porque antes que el astro salga, ellos habrán cerrado sus ojos de forma definitiva.
Para alguien que sabe que va a morir, que le han puesto fecha y hora, debe ser terrible conocer su destino. Esas horas, esos minutos, deben pasar como un suspiro, la vida deberá pasar como un relámpago, como un momento, delante de ti, sabiendo que ya no podrás hacer nada, que todo lo que falte por hacer lo llevarán a cabo otros, si pueden.
Me arrodillo, hoy me toca en esa posición ¡¡Carguen!!, suena la voz del comandante, el movimiento del percutor para que la bala se coloque en su posición, es casi unísono en todos los soldados. ¡¡Apunten!! Me llevo el rifle al hombro, y dirijo la mira al mi víctima, ahí estoy, de frente a mi destino, un señor de unos cincuenta años, es la viva imagen de la desolación, del miedo, del susto. El silencio es total. Algún perro se deja oír a lo lejos, pero poco más.
¡¡Fuego!!

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