lunes, 14 de mayo de 2012

¡¡FUEGO!! (INDIGNIDAD)

Aquí os dejo la tercera y última parte de mi relato INDIGNIDAD. Con ella concluyo con una historia, con una sucesión de sensaciones que ojalá no volvieran a surgir en este nuestro país, y que fuese desapareciendo de los lugares donde sucede. Muchas gracias a todos aquellos que lo habéis leido.
¡¡Fuego!! Aprieto el gatillo, cierro los ojos, no quiero ver, quiero acabar ya. La retahíla de balas abandonan las bocas metálicas de los fusiles, silban en su viaje por el viento, trayecto corto, intenso, mortal; el pecho del condenado es el freno de su marcha. La sangre se resbala y sale por el orificio provocado. El hombre, la mujer, el joven, el anciano, que más da, cae al suelo. Los ecos de las balas ya han pasado, el olor a pólvora permanece en el ambiente aún. Agacho la cabeza, y desciendo el fusil. Aves salen de las tapias, asustadas ante los disparos, parecen llevarse el alma de estos desgraciados.

Yacen las víctimas inertes, casi inertes, un nuevo disparo, en la cabeza, en el cráneo, significa el adiós definitivo para aquellos que habían tenido la osadía de sobrevivir al primer intento de acabar con su vida. Suena el traqueteo, cadencioso, inexorable, del llamado tiro de gracia, que lleva a cabo el comandante, quien ordenó segundos antes llevar a cabo tal atrocidad, completando la humillación definitiva del que no se puede defender.
Los soldados, que han ejecutado las órdenes de quienes deciden el futuro, el destino, de una persona, se marchan del lugar. Se acabaron los disparos, el comandante ordena recoger todo y marcharnos, por lo que nos levantamos, y vamos a recoger nuestros artilugios. Nos encaminamos al camión, la puerta trasera está abierta, el motor comienza a rugir.
Una última mirada para atrás, para observar las secuelas de nuestra acción, y veo como los muertos son desatados, para que entren mejor en las cajas, donde son introducidos por dos hombres; otro, con un martillo en la mano, empieza a clavar las tapas. Ya son historia, el ser humano dejó de existir. Las cajas son subidas al camión preparado al efecto. El camión, una vez completo, abandona el lugar, hacia una ruta desconocida, el descanso eterno será ignorado.

Nos subimos al carruaje que nos lleva al cuartel, para desayunar, pero ¿qué voy a desayunar?, tengo el estómago cerrado. Necesito salir de allí, olvidar, esperar que no me llamen de nuevo. La mañana es muy complicada, es dura, las imágenes del miedo, del temor, los disparos, retumban en mi cerebro. A algunos compañeros les veo satisfechos. Cuentan su hazaña, como si fuese eso, una proeza, una heroicidad, cuando es la mayor cobardía posible.
A la hora de la comida, el estómago da una tregua y permite que coma algo, pero la boca se niega a articular palabra alguna, el cerebro está bloqueado, el corazón hundido, compungido. Las fuerzas son escasas. Hora de la siesta, terrible momento, es cerrar los ojos y ver cadáveres, sangre, lloros, gestos lastimeros, brazos que se extienden buscando mi ayuda, yo huyo, corro, están más cerca cada vez más. Me despierto, ha sido un sueño, una pesadilla, un horror.


No puedo más. Son demasiadas veces, ¿por qué tengo que ser yo? ¿Alguien me ha preguntado? Yo no quiero matar así, no creo que mi destino en el ejército sea matar a indefensos, entiendo la obligación de defender a mi patria, a mi pueblo, a mi gente, pero no masacrarlos.

Yo no tengo nada que ver con las ideas, que son las que han llevado a que todas estas personas estén en el paredón. No entiendo por qué tengo que matar a alguien que no esté de acuerdo con lo que otros deciden, los que ordenan, los que determinan, qué es lo correcto. Son personas y, como todas, unas veces se equivocan, yerran, otras acertarán.
Cada vez me cuesta más estar allí, al alba, esperando en la fogata, a que llegue el siguiente camión, que vendrá lleno de personas, se irá vacío y dejará un grupo de cadáveres cuando nosotros acabemos con nuestro “trabajo”.

No serán solo cadáveres, serán vidas, historias, proyectos, ilusiones cortadas de raíz por esta barbaridad; familias que se sumirán en la desgracia, en la pobreza, que tendrán que vivir en la marginación, herederos de una situación que les estigmatizará por el resto de sus vidas.

Formación de tarde, nos van a dar el parte para el día siguiente, las tareas a llevar a cabo en la jornada que viene.

“Pelotón de fusilamiento, Antonio Nogales, Pedro Valverde, Luis Cordero,...”, ese soy yo, el corazón palpita con fuerza, con violencia, los ojos expresan susto, no miro a ningún lado, el sargento sigue leyendo, imperturbable, dictando los nombres.

Ya podemos irnos. Algunos se van riendo, otros van simulando el fusilamiento, los lloros de las víctimas, los gestos, se regodean de la suerte de los vencidos, así son más hombres. ¿Cómo puede un ser humano disfrutar con esto?

Yo no puedo. No quiero matar más, a indefensos, a inocentes. Tengo que negarme, pero si voy al Sargento, y le pido que me saque del grupo, aparte de la hostia que me va a dar en toda la cara, me mandará al calabozo, de ahí a un Consejo de Guerra, y directo al paredón, pero al otro lado. Pero, ¿por qué tengo que matar así?

El cuerpo no responde, la mente está aislada, vacía, sin sentido, oye murmullos alrededor, no estoy en ninguna conversación, en ningún lugar. Algún compañero me llama la atención, y entonces respondo, aunque siempre de forma incongruente; rápidamente vuelvo a mi situación de aislamiento.

La cena, floja, vuelve a negarse a entrar en mi boca, y lo poco que entra cae como una bomba en mi estómago, como un golpe en el pecho. Hay que acostarse, a las cinco hay que levantarse.

Se apagan las luces del barracón, se ahogan las voces de la soldadesca, todo es serenidad; allí está él, el hombre al que he disparado esta mañana, el que ha recibido mis proyectiles; un hombre que, seguramente, ha dejado una familia, unos hijos, unas ilusiones, todas cercenadas en aquella pared, todo por mi culpa, porque, se quiera o no, he sido yo el que le ha matado. Oigo el llanto de su mujer, de sus hijos, de su madre, oigo la risa de alguno de mis compañeros, la carcajada de quienes disparan por placer, quien mata con vehemencia, con deseo, con ganas.

Yo no soy de esos. Mis ojos se desbordan, las lágrimas salen a borbotones, me levanto y voy al servicio, tengo ganas de llorar, de pedir perdón a un ser querido ¿quién me lo dará?, ¿me lo merezco? No, creo que no, por mucha legitimidad que se pueda dar a estos actos.

En ese momento el estómago estalla, explota, y lo poco cenado sale como un torrente por mi boca, el vómito me deja algo más aliviado. La cabeza mirando al retrete, el sudor por mi frente, la respiración agitada. Me encamino al lavabo, me lavo la cara, y me miro al espejo, detrás de mi está él, con su agujero en el pecho, con la sangre seca alrededor, con su mujer y sus hijos. Me rodeo, no hay nadie, estoy completamente solo. Estoy asustado. Me lavo nuevamente, y marcho para mi camastro, paso junto al armero, ahí están los fusiles, dentro de unas horas matarán otra vez. Me acerco, lo miro, lo toco, un escalofrío recorre mi cuerpo. Noto una mano en el pantalón, miro, es la imagen de un niño, con lágrimas en los ojos, me mira, me dice “señor, por favor, no…” La oscuridad rodea todo el ambiente, no hay nadie, esto es una locura. Los nervios se desatan, la tensión, el pavor se apodera de mí, agarro el arma, apoyo mi barbilla, las lágrimas recorren las mejillas, lo siento, aprieto el gatillo.

Un ruido ensordecedor despierta sobresaltado a todo el barracón. Las luces se encienden rápidamente, golpes de botas se oyen por los pasillos. Gritos, lástimas, pesares se oyen. El Soldado Cordero yace en el pasillo, una bala ha destrozado su cabeza, toda la sangre rodea al cuerpo. El sargento de guardia se acerca, agarra al soldado, le mira, toca su pulso, no hay nada que hacer, está muerto. Todos los soldados están allí, arremolinados, la expectación es máxima. La muerte está más cerca de lo que parece.

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