Las banderas, los estandartes, los símbolos, lucen en las maltrechas calles, sobre los deteriorados edificios. La confrontación, la guerra, el enfrentamiento cesó. Ahora viene la paz. Pero será la paz de los que ganaron, de los que se han impuesto y que intentarán, y a fe que lo conseguirán, imponer sus doctrinas, sus ideas, su ley, particular, propia, partidista, e impondrán el yugo de la represión sobre los derrotados, los obligarán a renunciar, aunque sea públicamente, a sus ideales, a su forma de ser, vivirán en el ostracismo, en el abandono, con el dedo señalándoles permanentemente.
Habrá puertas que no se les abrirán nunca, instancias a las que no podrán acceder, derechos y privilegios que no podrán disfrutar.
Para imponer su orden, su ley, aplicarán con mano de hierro, la llamada por ellos Justicia. Lo harán de forma inmisericorde, y se llevarán por delante lo que haga falta. El miedo debe calar entre las masas, para que no haya opción a una revuelta, a una protesta, que pongan en duda su autoridad.
Al enemigo, al derrotado, hay que atraerle como las moscas a la miel, debe creer que los victoriosos son buenos, ecuánimes, y bajo la promesa del perdón, del olvido, se les invita a volver a sus pueblos, con sus familias. Muchos les creerán. Una vez llegados, todos juntos, es mucho más fácil detenerles, encarcelarlos, represaliarlos.
Así, hay que ser inflexible, hay que llegar hasta el final hasta el final las represalias y si hay que eliminar, se elimina, se hará todo lo necesario por mantenerse.
Para imponer su orden, su ley, aplicarán con mano de hierro, la llamada por ellos Justicia. Lo harán de forma inmisericorde, y se llevarán por delante lo que haga falta. El miedo debe calar entre las masas, para que no haya opción a una revuelta, a una protesta, que pongan en duda su autoridad.
Al enemigo, al derrotado, hay que atraerle como las moscas a la miel, debe creer que los victoriosos son buenos, ecuánimes, y bajo la promesa del perdón, del olvido, se les invita a volver a sus pueblos, con sus familias. Muchos les creerán. Una vez llegados, todos juntos, es mucho más fácil detenerles, encarcelarlos, represaliarlos.
Así, hay que ser inflexible, hay que llegar hasta el final hasta el final las represalias y si hay que eliminar, se elimina, se hará todo lo necesario por mantenerse.
Y después de la eliminación viene otro elemento no menos importante, y es que aquellos que han sido suprimidos deben ser desaparecidos, para no crear mártires, para no crear lugares donde ir a adorar, donde mantener viva la llama del recuerdo. Hay que llevar al olvido todo lo que existía anteriormente a la llegada de los vencedores.
Así que una vez eliminados, los elementos han de ser borrados de la faz de la tierra, han de ser enterrados en lugares diversos, sin aviso, sin señales, sin criterio, para que el tránsito del tiempo eche tierra y olvidos y los descendientes, que queden, no puedan localizarlos.
Así que una vez eliminados, los elementos han de ser borrados de la faz de la tierra, han de ser enterrados en lugares diversos, sin aviso, sin señales, sin criterio, para que el tránsito del tiempo eche tierra y olvidos y los descendientes, que queden, no puedan localizarlos.
Claro, pero mantener este orden necesita de un personal, y el sustento del ejército, de unos soldados que hagan prevalecer la autoridad de quien está. Para evitar el resurgir de los derrotados, habrá gente, colaboradores, que vivirán infiltrados en las calles, en los edificios, en las factorías, para delatar a quien no sea partidario, no comulgue con lo actualmente establecido. La sensación de asfixia, de acoso, de tener ojos en tu nuca, vigilando tus movimientos, debe ser diaria, clara, agotadora.
El ejército crece de forma exponencial, en acuartelamientos, siempre dentro de las ciudades, cerca del pueblo, para una rápida actuación, en caso de necesidad, y así sofocar la posibilidad de levantamiento.
Los hombres, jóvenes, capaces, excluidos aquellos elementos que están encerrados, así como los señalados, pasarán a formar parte, de forma obligada, del ejército; interminables meses, hasta años, estarán sirviendo a los intereses del Estado, hacinados en edificios, con infames condiciones de salubridad, con mala alimentación, pero dominados por el miedo, para evitar la deserción. Serán los brazos ejecutores de las normas, de las sentencias, que se dicten al amparo de un pretendido orden, que escasea, arbitrario, interesado, oscuro para el ajusticiado, claro, nítido, para el justiciero.
Se acabó la guerra, y llego a mi casa, con mi familia, intentando olvidar los largos meses vividos en el campo de batalla, peleando, disparando, matando, siguiendo las órdenes de aquellos que cayeron en mi zona, y que, por suerte, al menos para mí, son los vencedores. Parece que voy a poder crear una familia, que voy a trabajar, y que voy, por fin, a realizar mi vida. Pero pasados unos días de estancia en casa, se presentan en el pueblo las fuerzas de orden público, y casa por casa, se llevan a los jóvenes que estamos en la localidad, unos para formar parte del ejército, otros para llenar las cárceles, para formar parte de los represaliados. Dos camiones esperan, dos destinos aguardan, Yo subo a uno de ellos y de ahí al cuartel más cercano.
Los días, los meses pasan, algún permiso y volvemos pronto otra vez al ejército, al cuartel, para seguir prestando servicio al Estado. Allí hacemos poca cosa, mucha instrucción, clases de adoctrinamiento político, y mucho servicio a los jefes. Soldados que son jardineros, soldados que son cocineros, camareros, escribientes, y alguno se dedica al tema puramente militar.
En las ciudades y en los pueblos, se siguen sucediendo las detenciones, los traslados a centros policiales, y tras esto, a la cárcel, donde muchos esperarán el triste final que les espera. Maltrato policial, maltrato en la cárcel, maltrato en la aplicación de la justicia. Juicios en los que los abogados son los mismos que los que juzgan, y en plena connivencia, dictan sentencias condenatorias por lotes, todos a la cárcel, por años, todos al paredón, al fusilamiento, todos a campos de trabajo forzado, a convertirse en esclavos del régimen triunfante.
Y los que estamos aquí podemos decir que somos afortunados, porque a la vez de estar alimentados, aunque mal, vestidos, regularmente y tenemos un techo, nuestras familias por estas circunstancias están protegidas y consideradas, y así están libres de sospecha de pertenencias a grupos o colectivos contrarios a lo actual, y de paso, pueden acceder a determinadas ayudas.
Se empiezan a oír comentarios sobre salidas para fusilar, para matar a los enemigos, a aquellos que son delincuentes, elementos perturbadores, pero a mí me parece que eso no es verdad, los más cercanos a mí, mis compañeros de compañía, ninguno ha ido a estas historias.
La tarde empieza a doblegar su intensidad calurosa, y los soldados somos formados en el patio del acuartelamiento, por compañías. La bandera, que ondea orgullosa, movida por la ligera brisa que se deja notar, va a ser arriada, bajo los acordes del himno nacional. Todos firmes. Las compañías cuadradas, los jefes firmes, el Comandante del Cuartel, desde el balcón, mirando el ceremonial. Ya está la bandera recogida y se retiran todos los importantes. Quedan los sargentos, los subalternos, y empiezan a leer las órdenes.
A la Compañía Anibal Briegas, a la que yo pertenezco, le está encomendada para esta semana una tarea especial. Van a ser los integrantes de los cuerpos de fusilamiento. Y es que, sí, cada mañana, al alba, a veces a la medianoche, se cumplen las condenas de los Tribunales y los Consejos de Guerra, que implican la muerte de seres humanos. Son necesarios para mantener el poder, para asegurar la permanencia, amedrentar a las masas, y evitar postreros problemas. Se necesitan un máximo de treinta hombres para cada ocasión, ya que, como mucho, en cada ocasión, en cada “saca”, son quince hombres, es decir, dos soldados por reo. Nunca son menos de diez, ya que hay que reducir gastos.
Empieza a decir nombres, y los que son nombrados, se han de adelantar. “Antonio Bueno, Nemesio Ruanes, Luis Cordero,…” ese soy yo.
Ya estamos los veinticuatro soldados para hoy, nos van a tocar doce seres, doce fusilados. Todo el resto se marcha, y el sargento nos dice que le acompañemos a la Sala de la compañía. Allí nos explica el cometido de nuestra tarea, nos enseña los fusiles y las balas que vamos a utilizar. Nos hace una arenga, y nos dice que lo hacemos por el bien de nuestro país, por nuestra patria, y que Dios nos guía en este camino. La hora para levantarse las 5’30 horas. Va a ser de madrugada. Una vez que hemos terminado, marchamos para cenar. Me quedo algo mustio, apagado, nublado, es algo desconocido para mí, pero espero sea rápido y lo podré superar sin problemas, digo yo.
No he perdido aún las ganas de hablar, pero cuando me meto en la cama, allí con la oscuridad del lugar, con la losa del silencio, la cabeza empieza a preguntarse, a pensar, a asustarse. Poco a poco voy cediendo y el sueño me puede.
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