La puerta
consiguió ceder al impulso definitivo de mi mano. Siempre que la humedad hacía
acto de presencia, ésta se agarraba al marco como un novio a su amada, y tan
solo la fuerza bruta de un buen golpe, o un empujón, hacía que, finalmente,
consiguiera abrirse.
Allí estaba, dentro de la casa, donde mi
padre vivió sus últimos años, en soledad, desde que Benita, su esposa, su
compañera, mi madre, le abandonase víctima de aquella cruel enfermedad, que la
tuvo postrada en una cama, más de tres largos e inagotables años, en los que mi
padre, día tras día, noche tras noche, siempre estuvo a su lado. Su sonrisa
cuando se despidió de él, es muestra más que suficiente del agradecimiento y
del amor que le profesó por esta entrega sin contrapartida, totalmente
altruista.
Ayer, mi padre, acabó pasando las puertas de
una residencia geriátrica. Sus recuerdos, su memoria, iban desapareciendo de su
cerebro; por más que quisiera, por más que luchara, todo se olvidaba, nada se
recordaba, la propia imagen de su mujer, de su amor, fue desapareciendo
paulatinamente, despiadadamente, de su cabeza.
La imposibilidad de poder atenderle, como él
se merece, por todo lo que ha hecho en esta vida, por su incansable entrega,
por sus horas y horas peleando en el campo, contra la climatología, quitando
horas de su sueño, de estar con nosotros, para poder darnos el futuro que hoy
tenemos, ha hecho que tengamos que tomar esta dura decisión. Solamente nos
reconforta el saber que será atendido correctamente, que todo aquello que
necesite lo tendrá a su alcance. Las visitas no faltarán, siempre estaremos
ahí, se lo merece.
La casa tenía el orden de mi padre, de un
hombre, que cuando ya se retiró del campo, cuando dejó la vida rural, y se
metió en su casa, con su esposa, gustó de la tranquilidad, de vivir bien, de
pasear, de salir, de conocer lugares, siempre con su mujer. Hasta que el
discurrir de la vida, le obligó a quedarse en su casa. Se tuvo que hacer cargo
de toda la intendencia de la vivienda, no quiso que nadie le ayudase, él debía
saber hacerlo y a fe que lo consiguió. Nadie le pudo poner nunca una tacha por
algo que le faltase.
Solo esta lenta condena a la que su cerebro
le ha condenado, hizo que se fuera desentendiendo de todo lo que le había
caracterizado, pero en los momentos de lucidez, cuando volvía a ser él, D.
Remigio, la casa volvía a convertirse en su imagen, pulcra, ordenada.
Había que recoger todo, limpiar lo que no
estuviera limpio, muy pocas cosas; tirar todo aquello que no sirviera, dejarlo
todo preparado. Hasta que él no faltase no se iba a decidir nada sobre aquella
vivienda, sobre su futuro.
Me encontraba allí, en aquella vivienda, en nuestra
vivienda solo, sin nadie, oliendo, respirando, los recuerdos que aún
perduraban, el recorrido de una larga vida, porque esta fue la única casa que
mis padres tuvieron, en la que nacimos y vivimos todos, hasta que poco a poco,
por un motivo u otro, de una forma u otra, fuimos saliendo de la misma, unos,
los hijos, con destino a hacer nuestras vidas, otros con destino al descanso
definitivo, mi madre.
La
casa, de campo, situada a las afueras del pueblo, era grande, con techos altos,
que lucía paredes siempre encaladas en blanco. Vestía el salón una gran
chimenea, que en invierno daba calor a toda la estancia; al lado, y desde hacía
unos años, se levantó un muro, con una puerta, por la que se accedía a la
cocina; allí había una puerta que salía
a la parte de atrás de la vivienda, donde, en tiempos, hubo varias gallinas, y
algún que otro cochino, que acababa, por el mes de diciembre, convertido en
carne para el invierno para toda la familia. Desde la cocina, a través de una
ventana, se alcanzaba a ver la tierra que mi padre trabajó, a lo largo de su
vida, hasta que ya, cansado, hastiado, y con la satisfacción del deber
cumplido, decidió abandonar.